En St. Cloud, el orfanato de la novela ´Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra´, una de las enfermeras solía emplear el nombre o el apellido del doctor Wilbur Larch, por el que estaba coladita, para bautizar a los nuevos expósitos. Se ignora qué criterio seguían en la Casa de la Caritat de Barcelona las monjas, las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que en junio de 1934 decidieron que uno de los huérfanos recién paridos se llamaría José Agrés Rovira. «Se ve que mi madre no quiso darme ni un apellido cuando nací. Hizo su trabajo, me parió, y luego se desentendió de todo», cuenta con acritud Agrés en la cafetería del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), adonde suele acudir los jueves para reencontrarse con los otros huérfanos de la antigua inclusa, que sienten como si aún fuera su hogar.

De pequeño, en cuanto se hacía el silencio en la buhardilla de la tercera planta donde dormían todos los críos de la Casa de la Caritat, Agrés daba vueltas a una idea que le inquietaba: «Con esos apellidos, pensaba que quizás mis padres eran famosos. En mi mente imaginaba que era alguien importante. Pero se ve que no, que soy muy vulgar. Quería conocer cuál era mi familia. Cada noche me preguntaba cómo podía ser que yo no tuviera padre o madre. Eso me deprimía. Veía que otros tenían hermanos, que había niños que estaban allí solos pero que sabían quiénes eran sus madres, que a veces los iban a ver. Pensaba que yo debía de ser algo raro, quizás hijo de un padre muy famoso que no quería que se supiera la verdad. O un extraterrestre».

Acogido en Sant Joan

Como decenas de huérfanos acogidos en la Casa de la Caritat, nada más nacer fue enviado a Ibiza para ser criado por una dida, una mujer que amamantaba a los bebés a cambio de un pequeño sueldo. Cada miércoles, Margarita y Antonia Verdera traían a uno o dos críos en barco desde Barcelona y al llegar al puerto los repartían entre las dides que se ofrecían. Cada niño llevaba colgado al cuello un lazo en el que había atada una chapa que tenía un número, en una cara, y la imagen de la Virgen del Carmen, en la otra. A José Agrés le tocó una humilde familia de Sant Joan.

En el padrón de habitantes de Sant Joan de 1935 (finalizado a mediados de 1936) aparecen registrados al menos 17 expósitos nacidos en Barcelona, la mayoría en Sant Vicent de sa Cala y en Benirràs. Se dan cuatro casos en los que las familias acogían a dos huérfanos catalanes a la vez, algo inusual en la isla. Curiosamente, la mayoría había nacido en los años 20, cuando en el caso de Santa Eulària o de Sant Josep, casi todos los anotados en el padrón de 1936 son de la década de los 30. También es significativo que en un par de casos la nodriza era la cabeza de familia, bien por viudedad o porque el marido no vivía ya con ellos. Los ingresos por amamantar debían de ser, en ambos casos, una fuente de ingresos crucial para su subsistencia.

Agrés residió poco tiempo en la isla, apenas año y medio. De hecho, salió de ella antes de que en 1936 estallara la Guerra Civil y de que, como le ocurrió a Lluís Álvarez y a otros 182 niños, quedara atrapado en las Pitiüses (del bando nacional) durante todo el conflicto bélico, sin posibilidad de volver a Barcelona (republicana). De hecho, José Agrés no aparece en el padrón de habitantes de 1935, que se completó durante año y medio: «A los dos años ya estaba de vuelta en la Casa de la Caritat. Me echaron rápido. Quizás porque caí enfermo y debieron de pensar que si me moría los meterían en la cárcel». Era pequeño y extremadamente delgado. Es posible que lo devolvieran debido a su salud o a la precaria situación económica familiar. No obstante, los didos tenían que demostrar periódicamente a Margarita y Antonia Verdera que el chaval estaba en perfectas condiciones físicas. En caso contrario, regresaba a Barcelona en el primer barco correo.

Un par de caramelos en el patio

Por una situación parecida pasó la pareja formada por José Ferrer Marí, de Can Sastre (Sant Joan), y Francisca Royo Massó, que durante años acogieron en su casa a un huérfano barcelonés, según narra su nieta, Cristina Ferrer: «Ocurrió tras la guerra. Cuando no pudieron mantenerlo, el crío tuvo que volver a Barcelona. Mi abuela siempre hablaba de él y me contaba que muchas veces fue a la Casa de la Caritat a buscarlo, aunque no le dejaron verlo. Solo una vez consiguieron darle unos caramelos en el patio de esa inclusa, pero cuando la monja se dio cuenta se llevó al niño y no pudieron estar con él nunca más».

A José Agrés no le fue fácil averiguar cuáles eran sus raíces, ni las biológicas ni las de la mujer que le dio el pecho. «Yo quería conocer quiénes eran mis padres, pero era complicado. Los curas y las monjas no me decían nada». En 1960, y tras mucho insistir, en la Maternidad le informaron de que sus didos vivían en Sant Joan. Así que en el mes de julio de ese año, y coincidiendo con sus vacaciones laborales, fue a Ibiza. Desde el puerto caminó a pie hasta Sant Joan, «pues no había ni coches ni taxi ni nada». Más de 20 kilómetros con la maleta a cuestas a través de caminos que «tenían un palmo de polvo». En la cartera llevaba 1.000 pesetas: «Vivían en Ca na Mala, o algo así, no sé, un nombre muy raro. Me reconocieron y me invitaron a vivir con ellos casi un mes en su casa». No recuerda sus nombres.

Residían «en una casa payesa cercana a la playa, muy plana, blanca, como una chabola, totalmente rodeada de chumberas». A las cabras les ataban las patas con cuerdas. «Se comía -relata Agrés- pan cada 15 días. Más que pan, mendrugos. Para digerir aquello había que tener un buen estómago. Eran muy pobres. El dido salía a pescar cada mañana con una pequeña barca. Eran peces de muchos colores, algunos con muchas espinas, con los que preparaba una paella. La concha de un mejillón hacía las veces de cuchara. Ni cubiertos tenían. Un bote de leche condensada servía de vaso para todos. Allí perdí ocho o nueve kilos en un mes». Recuerda que las mujeres de los alrededores, por los que paseaba en burro, «llevaban una trenza hasta el culo y unas faldas que llegaban al suelo. Calzaban alpargatas. Había una pobreza impresionante». En aquel recóndito paraje de la isla «de faena en el campo, nada de nada. Todo era seco, pedregoso. Había cuatro higueras, cuatro almendros, cuatro cabras atadas».

Quería conocerlos, pues no recordaba nada de su estancia en las Pitiusas. Solo se acordaba de que cuatro años después de volver a la Casa de la Caritat recibió una visita: «Eran unos señores de Ibiza que vestían muy raro. Las monjas me llevaron a verlos. Es posible que fueran mis didos de Sant Joan y que volvieran para adoptarme, pero quizás me vieron tan pequeño y tan delgado que pensaron que a los pocos días me moriría. No me cogieron, pero me dieron una moneda de cobre».

Agrés también albergaba la esperanza de que su nodriza supiera algo sobre quiénes eran sus padres naturales. Pero no tuvo suerte. Muchos años más tarde, sobre 1992, siguió los consejos de Paco Lobatón, el periodista que presentaba el programa ´Quién sabe dónde´, para averiguar de dónde procedía su madre: «Explicó en un programa que todos los que querían saber algo de sus orígenes, de sus padres, tenían que acudir a la Justicia. Me decidí y fui a juicio, que duró tres años».

A través de la Justicia supo que su madre había nacido en Monforte de Moyuela (Teruel): «Las casas eran barracas, blancas, bajitas, muy míseras. Se ve que ella se marchó de aquel poblacho a Barcelona para trabajar de criada y que se entendió con el dueño». Él era el resultado de aquella unión. La alcaldesa le contó que, además, tenía una hermanastra que residía en Barcelona, en el Carmelo. «Me habló de mi madre, pero ya no recuerdo cómo se llamaba. He perdido el interés. Ella tampoco tuvo interés en mí, en nada. Y si ella no lo tuvo, yo tampoco», señala. Aquella mujer murió en Poble Nou de un infarto.

Al llegar a Barcelona se puso en contacto con su hermanastra: «Antes de verla, llamé por teléfono para no asustarla. Le dije que me gustaría conocerla personalmente. Nos entrevistamos en su casa con toda su familia. Eran siete u ocho. Les advertí de que no iba a buscar nada, ni herencia ni nada. Solo quería conocer a mi familia».

14 años «en la prisión»

Si en el orfanato de la novela de John Irving trataban a los expósitos «como si descendieran de familias reales» (el doctor Larch les recordaba cada noche que eran príncipes del Maine, reyes de Nueva Inglaterra), Agrés tiene una percepción muy diferente de la Casa de la Caritat. Al contrario que los demás abuelos que se reúnen cada jueves en el bar del CCCB, está muy resentido con la época que pasó allí: «Estuve en la Maternidad ocho años, dos en Can Tarrida (Horta) [que controlaban las mismas monjas], una masía muy grande convertida en un colegio. Luego cuatro años en la Casa de la Caritat. Total, me tiré 14 años en prisión». Vivir en el orfanato era «muy estresante», afirma: «Pasaba mucho miedo. Había muchos castigos, muchas bofetadas, muy malos tratos, eran muy mal hablados... Había mucha violencia. No recuerdo que nadie fuera cariñoso conmigo o que me diera un par de bombones. Sí, estoy resentido». Asegura que una vez le dieron palos en los riñones hasta casi partirle el espinazo.

Al cumplir los 14 años pudo salir de la inclusa: «Un día, mientras estaba en el patio, vino la monja y nos puso en fila. Preguntó quién quería ir a trabajar al campo. Yo me presenté con otros cuatro más. Dijo que iríamos a un sitio donde estaríamos muy bien, justo lo que buscaba desde hacía tiempo, que me vistieran y dieran de comer, aunque trabajara. Pero fue al revés. Había mucha miseria en esa vivienda. Pero solo la libertad de haber salido de la Casa de la Caritat lo compensaba. Ver pájaros, huertos, campos, pueblos, la panadería, la carnicería... Todo era una novedad». Fue a parar a una masía de Mataró donde cada día tenía que ir a comprar la comida, cuidar de los animales (conejos, caballos, cerdos) y ayudar en las labores del campo: «Trabajé allí cuatro años sin cobrar un duro. Y comíamos mal, mucha patata, sola o con tocino frito con aceite por encima. Y de beber, vino, nada más, tanto de día como de noche. Para desayunar, un poco de pan con chocolate». Lluís Álvarez, que pasó por una experiencia similar en una masía de Vilafranca del Penedès, considera que en esa época le trataron como a «un esclavo»

Recibía «un trato familiar, pero sin cariño». No se relacionaban con él «como si fuera su hijo, sino como el trabajador que era». Envidiaba a los jóvenes de Mataró porque con sus sueldos podían vestir mucho mejor que él. Así que para ganar algo de dinero iba cada domingo por la tarde a los viñedos o patatales de la zona, donde le daban 20 pesetas por cuatro horas de trabajo. Luego le contrataron por 400 pesetas al mes en una masía de El Prat: «Fue un fracaso. Yo tenía muy poco cuerpo para aquellas extensiones enormes, para esos surcos de 300 metros de largo. En Mataró, los carros eran pequeños, pero allí eran enormes, como tanques. Los caballos me parecían elefantes. Pasé las de Caín. El payés era un tipo fuerte y pesetero. A los cinco meses me dijo: ´No ganas lo que comes´. En invierno me hacía regar las alcachofas desde las 10 de la noche hasta las seis de la mañana con un chorro enorme de agua. Iba con botas al principio, luego me estorbaban y pisaba el barrizal descalzo. Estaba allí solo, en medio de una oscuridad total».

La única foto que conserva de su niñez es una en la que posa firme junto a otros 30 expósitos en el patio de la Casa de la Caritat de Barcelona. Es la única que también tiene Lluís Álvarez, que aparece en ella. Ambos visten un batín, calzan alpargatas y están muy pelados. Por sus caras parecen resignados, como si a sus ocho o nueve años de edad ya descartaran ese par de bombones de regalo que ansiaba Agrés o, como recuerda una de las huérfanas en el documental ´Temps de Caritat´, de Joan López Lloret, que alguien les dijera ´te quiero´ al acostarlos cada noche.