Lluís Álvarez Alonso no conoció a su madre hasta que cumplió los 21 años: «Y no sentí nada». Isabel estaba emocionada porque al fin, tras dos décadas de búsqueda y fruto de la casualidad, acababa de hallar a su hijo, del que fue separada en 1935 en extrañas circunstancias. Pero él no derramó ni una lágrima la primera vez que la vio: «Yo no sentía nada. Ella sí. Coño, si toda la vida había estado solo y había espabilado solo. Ya le dije: tú a tu trabajo, yo al mío». A Lluís le habían curtido los cinco años que había pasado en Ibiza amamantado y cuidado por una dida (mujer que daba el pecho y cuidaba bebés expósitos a cambio de una cantidad mensual de dinero), los nueve años que permaneció entre los muros de la inclusa de la Casa de la Caritat y los de Can Frares de Barcelona, y los seis años que trabajó como un mulo en una finca del Penedès, donde una familia payesa le ´adoptó´ como mano de obra.

La vida de Lluís -conocido como Cavall entre su colla de amigos por los mordiscos que daba cuando se cabreaba- no fue fácil desde el mismo instante en que nació el 6 de febrero de 1935 en Barcelona. Poco antes de que le dieran a luz, a su padre lo mató un tranvía; y su madre enfermó de escarlatina en cuanto lo parió, de manera que no le pudo dar el pecho. Hijo de soltera, un estigma en aquella época, algún responsable de la Generalitat (que en época de la República se hizo cargo de la inclusa de la Casa de la Caritat, antes en manos de la Diputación de Barcelona) decidió que lo mejor para el crío era que fuera amamantado en Ibiza.

Isabel, leonesa de Villafranca del Bierzo, no supo más de él en 21 años: «Su madre contaba que se habían perdido los papeles y que, además, empezó la guerra. Tras curarse de la escarlatina, nadie supo decirle dónde estaba su hijo. Pero estaba segura de que seguía vivo», relata Maribel Álvarez, hija de Lluís. No paró hasta encontrarlo.

A Lluís, como a centenares de bebés más, lo trajeron a Ibiza Margarita y Antonia Verdera, madre e hija, «dos mujeres corpulentas de pelo blanco que hacían de intermediarias en la crianza de niños abandonados», según describió Sonia Díez en el artículo ´Los hijos de la inclusa´, publicado en Diario de Ibiza en 1999. En cada barco correo, que partía de Barcelona los miércoles, las Verdera traían en brazos a uno o dos pequeños, de cuyos diminutos cuellos colgaba un lazo con una chapa atada que tenía grabado un número identificativo, en una cara, y la imagen de la Virgen del Carmen, en el reverso. Ya en la isla, aquellas mujeres repartían a los críos entre las dides dispuestas a darles su leche a cambio «de unas pesetas». Nunca faltaban familias dispuestas a acoger a esos expósitos porque aquel dinero era un maná en una época de extrema pobreza. En 1935 había una decena de huérfanos acogidos en humildes casas payesas de es Figueral (media docena) y de Santa Gertrudis (cuatro), donde vivían con familias que ya tenían de cuatro a siete hijos, los ´hermanos de leche´ de los expósitos barceloneses.

Atrapado por la guerra

El estallido, en 1936, de la Guerra Civil dejó atrapado a Lluís (y a 182 huérfanos catalanes más) en Ibiza, isla que salvo un mes y medio (de agosto a septiembre de 1936) permaneció en el bando sublevado, mientras Barcelona, su lugar de procedencia, siguió fiel a la República hasta el final del conflicto. De Ibiza, Lluís solo recuerda que jugaba con tres o cuatro niños («uno era de mi misma edad»), pero no a sus didos, los dos cabezas de la familia. «Era una casa payesa baja, situada en el campo, pequeña. Detrás había un bancal de viñas. En el lado derecho crecía una enorme chumbera. Y a la izquierda había un pino que estaba muy inclinado y por cuyo tronco subíamos los críos para jugar». No ha olvidado cómo, a modo de juego, pisaba la uva sobre una piedra acanalada para extraer vino, o cómo murió uno de los caballos, ni que en una ocasión se cayó de cara sobre unas brasas, cuya quemadura aún persiste en el lado derecho de su cabeza, justo al lado de la patilla. Pero no sabe en qué localidad ibicenca residió hasta 1939, cuando tras acabar la guerra fue reclamado por las autoridades de Barcelona. Ha vuelto cuatro veces con el único propósito de encontrar a sus didos y, así, reencontrarse con su pasado, pero no es capaz de reconocer el lugar donde fue acogido. Cuando cumplían alrededor de cinco años, la mayoría regresaban a Barcelona: «Se quedaban en Eivissa siempre que sus familias les dieran estudios. Pero como la de Lluís debía de ser muy pobre lo devolvieron», comenta Enriqueta Muntaner, su esposa.

Con las Hijas de la Caridad

Sí recuerda nítidamente la vuelta en barco (por lo movido que estaba el mar) a Barcelona cogido de la mano de Antonia Verdera, que lo devolvió a la Casa de la Caritat. Y de allí fue enviado al barrio de Horta, «al colegio de Can Frares». Can Frares era propiedad de la Casa de la Caritat. Allí residía una comunidad de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, monjas a las que en esos tiempos caracterizaba una llamativa toca alada. Lo devolvieron a la Casa de la Caritat sobre 1942, cuando tenía unos siete u ocho años. Con esa edad aparece en una foto de grupo captada en el patio, vestido con un humilde batín, muy pelado y calzado con alpargatas. De su niñez solo conserva una foto, la de la Casa de la Caritat: «Es que siempre estuve muy abandonado».

En el patio del CCCB, en cuyo bar se reúnen los supervivientes de la inclusa que esos muros albergaron hasta 1957, Lluís señala la tercera planta del edificio, la que tiene las ventanas más pequeñas. Era la buhardilla donde dormía: «Era una sala para todos: había dos líneas de camas a cada lado». Al contrario que José Agrés, que cuenta con acritud cómo una vez le partieron los riñones a varazos, Lluís no se queja del trato que le dispensaron las monjas: «Me tenían enchufado», confiesa. Cuando freían tocino, lo metían en unas tinajas de barro llenas de aceite: «No había frigoríficos, pero en esas vasijas el tocino duraba todo el año. Mientras las bajábamos de la cocina al sótano nos metíamos tres o cuatro cachos en los bolsillos. No pasé hambre. De comer, nos daban. Y si no nos daban, robábamos». Afanaban boniatos y se los comían incluso crudos.

"Mi ´dueño´"

La Casa de la Caritat era como una pequeña ciudad dentro de Barcelona. Allí no solo los cuidaban, sino que además les enseñaban diversos oficios, comenta Maribel Álvarez. Con 14 años, Lluís ayudaba a los albañiles y saltaba de tejado en tejado por el edificio. Y con esa misma edad fue ´adoptado´. Entre comillas, porque el acogimiento no era desinteresado: a cambio de su trabajo, la familia le daba techo y comida. Dinero, ni cuatro reales: «Ni verlo». Fue a parar a una masía de Guardiola de Font-Rubí, cerca de Vilafranca del Penedès. Habla del hombre que le ´adoptó´ como de su «dueño». Era Manuel Huerta, un «enorme» boxeador», casado con Asunción. Cuando fueron a recogerlo al bello Patio Manning de la Casa de la Caritat vio a Manuel y Asunción tan bien alimentados que no dudó en ir con ellos: «Parecían tan saludables que imaginé que me cuidarían. Pero solo me querían para trabajar».

Aquel encuentro tuvo, sin embargo, posteriores consecuencias positivas. Durante años, cada vez que su madre conseguía ahorrar algo de dinero viajaba a Barcelona para buscar a su hijo. Pasado el tiempo, Isabel empezó a trabajar como cocinera en la casa de una mujer llamada Tomasa: «Se hizo su amiga y un día le contó su historia. Tomasa le dijo que sabía dónde estaba. E hizo una llamada», relata Maribel, su hija. Daba la casualidad de que Tomasa era la pollera del mercado de la Concepción: «Y mi dueño [el propietario de la masía de Guardiola Font-Rubí] y la señora Tomasa tenían sus paradas [del mercado] una al lado de la otra», explica Lluís. Eran íntimos amigos, hasta el punto de que Tomasa había acompañado en 1949 a Manuel y Asunción a la Casa de la Caritat para recoger al chaval.

Lluís, con 21 años, viajó hasta Barcelona para conocer a su madre. Quedaron en la portería donde trabajaba una amiga de Isabel: «Al verla no sentí nada. Le dije a mi madre, mira, como yo ya me he espabilado, pues tú ve espabilando», cuenta con frialdad, posiblemente un mecanismo aprehendido como protección durante su estancia en el orfanato.

Pero una vez hallado y por muy fría que fuera su respuesta inicial, tanto su madre como su hermanastra, Rosa Sentín Álvarez, no se separaron de él. Poco tiempo después, ambas fueron a vivir a Vilafranca del Penedès, donde con los años Lluís montó una pescadería (además de otra en La Múnia, una localidad cercana) y repartía pescado con una Vespa con remolque. Isabel buscaba estar cerca de su hijo: «Pero siempre a distancia. Yo no sentía aquel amor que se siente hacia una madre».

En 1967 volvió a Ibiza en viaje de luna de miel. Se alojó en la Pensión Formentera y el penúltimo día de su estancia en la isla encontró a Antonia Verdera, la mujer que lo llevó a Eivissa con una chapa colgada al cuello, que le dijo que preguntaría quiénes habían sido sus didos. Pero se fue de allí sin saberlo.

Lleva más de 60 años buscando, sin éxito, a sus didos ibicencos. Pidió información a la Diputación de Barcelona y a la Maternidad: «Pero me decían que era imposible que me dieran esos datos». Tiró la toalla, pero su hija Maribel cogió el relevo.

Pese a lo vivido, Lluís dice que es feliz: «No me marcó. Nunca fui rencoroso. Voy a la mía, no necesito a nadie. Un día cojo el coche y me hago 600 kilómetros solo».