En el mundo agrario tradicional, la casa ibicenca respondía a las necesidades y posibilidades concretas de los payeses que las habitaban, pero, cuando las formas de vida cambiaron, el interior de las casas también experimento una transformación radical.

De ahí que, ahora, cuando queremos asomarnos al espacio interior primigenio de la vivienda rural tengamos que recurrir a la memoria y a las fotografías que pudieron congelar en imágenes, antes de que desaparecieran del todo, algunas de las formas de habitación que tuvo el viejo mundo. Si recuperamos, por tanto, la-casa-como-era, lo que más nos llama la atención es su desnudez, su despojamiento, el ‘menos es más’ que luego fue bandera del minimalismo. Nuestras casas eran rabiosamente funcionales y estaban en el extremo opuesto de todo lo que significara apariencia y mixtificación.

La casa rural ibicenca no estaba hecha para ser vista, sino para ser vivida. Se construía desde dentro hacia fuera y su función determinaba su forma. Lo que el payés primaba al hacerla era su habitación, el espacio habitable. La desnudez de sus interiores no era algo que se buscara intencionadamente. Era el resultado de vivir solo con lo necesario, en una circunstancia condicionada por la practicidad, la precariedad y los medios escasos.

Cuando entramos en una casa payesa accedemos al porxo, sala grande que tiene múltiples usos: vestíbulo, distribuidor, habitación de trabajo, lugar de encuentro o comedor multitudinario en fechas señaladas, etc. Y todo lo que vemos es una rústica mesa de madera, unas pocas sillas con culo de enea junto a una pared y una pequeña alacena rinconera que posiblemente guarda platos y vasos junto a dos o tres fotografías descoloridas. En un muro del porxo, tal vez haya una hornacina con un barreño o gibrell y un banc gerrer con tres cántaros de barro de distinto tamaño. En algunos casos, el porxo tiene también al pie de alguna de sus paredes un banco corrido de obra, encalado hasta el suelo como las cuatro paredes. Y en ocasiones puede haber también una cisterna, aunque por lo general está en el exterior y a la entrada de la casa.

En un rincón del porxo, una modesta escalera con pasamano de madera conduce a las alcobas que suelen estar en el piso superior. Puede, también, que en alguna pared se haya colgado, ampliada y debidamente enmarcada, una vieja fotografía familiar y tal vez un calendario atrasado que se conserva por el santoral y porque en la lámina superior tiene un hermoso bodegón o una escena en la que un podenco caza conejos. Finalmente, y según sea la época del año, podemos ver también en un rincón algunos sacos con almendras o algarrobas.

Desde el porxo accedemos a la cocina, en la que vemos el mismo reduccionismo que tienen también los dormitorios en los que, como elemento específico, además de la cama, suele haber un arcón o caixa de núvia en el que se guardan indumentos festivos, ajuares y joyas.

Este singular desnudamiento que se repite en todas las estancias de la casa respondía, ya digo, a un sentido utilitario y, por supuesto, a tradicionales usos consuetudinarios, a una forma de vivir que el payés heredaba de sus mayores.

Retroceder en el tiempo

Hace ya algunos años, cuando entraba en una casa habitada por payeses que todavía vivían del campo, tenía la sensación de retroceder en el tiempo a un espacio que no calificaría de primitivo, pero sí de originario, inaugural o primigenio. Un ámbito, por otra parte, en el que un factor intangible como la luz jugaba un sorprendente papel configurador. La razón es que el porxo no suele tener más abertura al exterior que la puerta de entrada a la casa, de manera que la atmósfera que crea ese único vano da, al conjunto de la estancia, la misma penumbra que tienen los templos. La casa se percibe entonces como abrigo, como refugio. La luz golpea focalizada el encalado del muro que queda enfrente de la puerta, y aunque el vano visto desde dentro provoca cierto deslumbramiento, la luz en el resto del porxo es matizada y crea una infinidad de claroscuros que se degradan en la oscuridad de los rincones. Es una sensación espacial que sorprende, posiblemente porque el vacío que crea el escaso mobiliario hace que el habitáculo adquiera un protagonismo al que hoy, por el abigarramiento que un exceso de muebles crea en el interior de nuestras casas, no estamos en absoluto acostumbrados.

Lo cierto es que, en el interior de la casa payesa tradicional, nada o casi nada distrae la atención y eso hace que nuestra presencia en ella, nuestros movimientos, incluso nuestras palabras, adquieran relevancia. Tal vez no consigo explicar lo que quiero decir porque trato de describir una vivencia, algo que solo conocemos si lo experimentamos. A partir de aquí más de una vez me he preguntado cuáles pueden ser las raíces de esta particular interioridad del hábitat pitiuso que se limita a lo esencial. Buscarlas, como se ha querido, en las edilicias mesopotámicas o fenicias es absurdo, porque son arquitecturas que no se parecen en nada a la nuestra.

En mi modesta opinión, nuestras casas, en sus formas y en sus interiores, guardan más bien cierto parentesco con las casas árabes del medio rural. Si visitamos una masía catalana, una mansión mallorquina o una casa de campo castellana, vemos que sus interiores no se parecen en nada a los nuestros. Pero si entramos en una casa rural de Marruecos o Túnez, todavía hoy nos sorprende el parecido que tienen con las nuestras. En ellas encontramos la misma economía, la misma desnudez que tanto nos sorprende y que, todo hay que decirlo, ya es solo memoria.