La pasión de Cristo resuena en el porche de la iglesia de Puig de Missa. Ni los turistas que se cuelan entre las imágenes, preparadas ya para la procesión del Santo Entierro, ni los integrantes de las cofradías que, sudorosos, las sacan con extremo cuidado por el arco central, se pierden ni uno de los tormentos que sufrió. La traición, el apresamiento y la crucifixión suenan por los altavoces. Toni hace guardia junto a las figuras.

«Para que no se lleven nada», justifica antes de explicar que no sería la primera vez que desaparecen flores o faroles durante la misa que precede a la procesión. En la iglesia, las peinetas con mantilla de tres manolas destacan sobre el mar de cabezas, a las que el cura, Vicent Ribas, anima a cuestionarse qué papel hubieran jugado en el primer Viernes Santo de la historia: ¿el traidor Judas, el valiente Pedro, el sacerdote que juzga como si fuera Dios, Pilatos que le lava las manos o el pueblo manipulado?

Fuera, doce cofrades, aún sin capa ni capirote, contienen la respiración mientras ladean ligeramente a Jesús Crucificado, que roza las jambas.

Lo dejan tumbado. Le cubren la cara con telas, para evitar que el fuerte sol que golpea la fachada de la iglesia lo dañe. Minutos más tarde una mujer se muerde los nudillos mientras una grúa levanta al Cristo de la Oración. «Sé que nunca ocurre nada, pero lo paso fatal. Y eso que desde que viene Guillermo con la grúa lo llevo mejor», comenta sin apartar la vista de la carretera, donde los miembros de las cofradías dan los últimos retoques a flores y velas. Los gritos y órdenes de los once hombres que cargan el Cristo Yacente se confunden con el murmullo de las decenas de personas que se agolpan ya en los alrededores del templo. Los romanos bromean sobre cuál de ellos se parece más a Obélix, los apóstoles charlan con los legionarios, los cofrades se ajustan los cinturones, las manolas sacan los rosarios y el párroco, cansado por la extenuante actividad de la Semana Santa, comprueba que todo está listo para comenzar.

Apenas pasan unos minutos de las ocho cuando los primeros toques de tambor inundan el Puig de Missa y los romanos, que encabezan la procesión, empiezan a moverse. Ligeramente. Al ritmo. Muy suave. Centenares de personas flanquean la bajada del Puig de Missa, aún a oscuras, apurando los últimos minutos de la puesta de sol, por el que descienden, cariacontecidos, los discípulos. Santa Marta, envuelta en luz, rompe la penumbra de los primeros compases de la noche, en la que, por unos instantes, se entrelazan los sones de las tres agrupaciones musicales que marcan el paso. Entre los faldones verdes de los cofrades del Cristo atado a la columna asoman varios pies descalzos. Los dedos arrugados a cada paso. Las suelas ennegrecidas. Igual que las de algunos de los penitentes que siguen al Nazareno. A cuestas, su cruz y una decena de promesas.

La procesión se detiene en una de las últimas curvas. Una de las legionarias que carga a Cristo Crucificado hinca la rodilla en el asfalto y agacha la cabeza. Una saeta rompe el silencio. Los aplausos recorren la multitud, que se extiende por los pies de la colina y la calle Sant Jaume. Llegan incluso hasta el Cristo Yacente. Detenido en plena cuesta, sus cofrades lo aguantan con fuerza para vencer a la ley de la gravedad.

Las luces de la Virgen de los Dolores, su corona dorada y los bordados de su manto brillan en plena noche. También las cinco lágrimas de plata que surcan su cara. Cinco lágrimas que no puede ver la treintena de personas que la siguen en silencio. Un silencio que sólo rompen los tacones de las manolas que la acompañan en su dolor. Y el roce ocasional de las cuentas de los rosarios que cuelgan de sus manos. Un silencio que se mantiene durante horas, hasta volver a cruzar las puertas del templo.