La enorme casona de Dalt Vila que en tiempos fue seminario, siendo un elemento desproporcionado por sus dimensiones en relación al caserío que se descuelga escalonado, ha encajado de tal forma el edificio que si no estuviera donde está, con el insólito apéndice almagre de su torre mora, lo echaríamos en falta. Diría, incluso, que el anodino pabellón de fábrica cuartelaria tiene un punto icónico y es ya indisociable de la historia de la ciudad. Y el hecho de que hoy tenga un uso tan alejado del más representativo que tuvo en tiempos como fragua de capellanes, me mueve a recuperar en estas rayas la memoria que me dejó su habitación.

El lector dispensará que para ello utilice las vivencias del año sabático que allí pasé. Y digo sabático porque la peregrina idea de hacerme sacerdote me vino a deshora, con 19 años, y no sabiendo el obispo cómo encajarme en el plan de estudios tradicional, me convenció de que, antes de enviarme al Colegio de Vocaciones Tardíasvque había en Salamanca, pasara un año en el seminario por aquello de consolidar mi decisión de postulante. En otras palabras, yo era un bicho raro. Me sometían a prueba y aquel año de internado sería de meditación, oración y silencio. Luego he sabido que fui un conejo de indias, pues cuando se animaron a vestir sotana otros mozos de mi misma edad, hechos y derechos -fue el caso, entre otros, de Vicente Tur, Miguel Tur, Isidor Marí y Alfonso del Olmo-, todos se saltaron aquel año iniciático y fueron directamente facturados a Salamanca, donde una buena tropa de ibicencos nos lo montamos como pudimos. Pero dejemos la meseta y volvamos al seminario ibicenco.

Si no me falla la memoria, la vieja casona tenía en la planta baja, a la derecha según se entraba y debajo de la muralla medieval, el refectorio con un púlpito móvil en el que, mientras comíamos, un compañero leía las ´Vidas Ejemplares´ del reverendo Venancio Marcos, meliflua antología de mártires como Tarsicio, Casiano y Gumersindo, santos que acababan empalados, descuartizados o asados a la parrilla; relatos, en fin, que no facilitaban nuestras digestiones.

Las gélidas mesas de marmolina y hierro colado estaban pegadas a las paredes y en el fondo norte de la sala, debajo de un hermoso ventanal, quedaba la mesa del rector y de los profesores. Un torno comunicaba el comedor con las cocinas, donde unas monjas oficiaban con cacerolas y fogones. En el poniente de la planta baja recuerdo un pasillo mal iluminado y con las paredes desconchadas por la humedad que llevaba a las duchas y a un trastero que almacenaba un insólito batiburrillo de muebles desahuciados, imágenes descabezadas de escayola, candelabros y devocionarios que, en un rincón y religiosamente, devoraban las ratas.

Tres aulas y un ping-pong

En el primer piso había tres aulas, una mesa de ping-pong en un ensanchamiento del pasillo, el despacho del rector, una habitación para los curas o frailes que venían a misionar y, al fondo, por poniente, una capilla en la que recalábamos tres veces al día (al levantarnos, al mediodía y por la noche) antes de retirarnos a las celdas.

En el segundo piso estaban nuestros dormitorios, individuales los de los filósofos y con tres o cuatro camas los demás, aunque también hubo una sala con diez o doce camas separadas con cortinas. En el ala izquierda estaban las habitaciones del director espiritual, don Joan Riera, personaje disciplinado, vehemente y de jesuítico talante que no daba puntada sin hilo.

En aquella última planta también tuvimos los mayores una sala de estar con revistas eclesiales y juegos de mesa, parchís, damas y ajedrez. Las cartas estaban prohibidas y solo las usábamos cuando, entrada la noche, nos reuníamos clandestinamente tres o cuatro en una habitación. La gran ventaja de las infracciones, si nos pillaban en falta, era que se lavaban en la confesión, pero eso sí, con cumplidas penitencias. Se me olvidaba decir que el techo de la torre mora que alojaba el comedor era un formidable belvedere sobre el puerto, la bahía y el Pla de Vila, una terraza por la que paseábamos cabizbajos y meditabundos al atardecer, con la ´Noche Oscura´ de San Juan de la Cruz o ´Las confesiones´ de San Agustín.

Biblioteca

También recuerdo una biblioteca en el primer piso, con soporíferos libros de Teodicea y Teología llenos de polvo, que, cuando el seminario cerró puertas, terminaron en la Casa de la Iglesia y en el obispado. Menos uno que robé: el ´Viaje a Ibiza´ de Fajarnés, que todavía conservo. Aquel fue un año difícil para mí porque, como no tenía clases, el día se me hacía interminable. Pasaba textos del castellano al latín, en el que andaba flojo, y el conocido arranque del Quijote -«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme€»- lo traducía macarrónicamente, más o menos así: «In aliquo loco Macula nominato, nomen cuius exactisimum recordare non posum€»

También leía y cavilaba sobre el misterio del Aquí y el Más Allá. Y el director espiritual me hablaba del valor de la oración, aunque en los rezos no atinaba porque si pasaba mucho rato en la capilla acababa dando una reparadora cabezada. Lo que llevaba peor, con diferencia, era lo de vestir sotana, cuello duro y aquel encorsetado abotonamiento que iba, como una interminable bragueta, desde los tobillos a la nuez. También llevé muy mal lo de salir a pasear por el Soto y los Molinos en ordenada fila de a dos, con aquella escandalosa beca colorada que se doblaba en uve sobre el pecho y colgaba de los hombros por la espalda. Y mucho peor era procesionar con un cirio en la mano el día del ´Corpus´, en Semana Santa o el día de la Virgen de Fátima, cantando lo de «el doce de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría, Ave, Ave, Ave María€» Disfrazado con roquete de muchas puntillas, los amigos y amigas de mi antigua pandilla de la Marina seguían desde fuera de la procesión el recorrido y se rechiflaban de nuestro porte necesariamente circunspecto.