Los arqueólogos tienen que ser empíricos en sus indagaciones y estrictos en sus comentarios. Las afirmaciones hechas sobre conjeturas o sospechas, por infundadas, suelen descalificar al estudioso que se atreve a formularlas. A los diletantes, en cambio, a los que metemos la nariz en el pasado de forma amateur se nos disculpa -en la misma medida que se nos ignora- cuando sobre las ruinas soñamos o dejamos volar la imaginación. Dicho esto, no conviene olvidar que también la intuición ha tenido y tiene su papel en la Arqueología. No son pocas las ocasiones en las que ha sonado la flauta por casualidad y se ha materializado un sueño. Verne, por ejemplo, se pasó de la raya en su viaje al centro de la tierra, pero se quedó corto cuando habló del Nautilus, de su vuelta al mundo en 80 días y del viaje a la Luna. En cualquier caso, el lector hará bien si pone en cuarentena las consideraciones que aquí se hacen sobre Ca na Costa y que sólo responden a la fascinación que, en quien suscribe, provoca el enigmático monumento.

Situado en Formentera, al NW del Estany Pudent, el asiento de Ca na Costa quiere ser significativo, no en vano ocupa un leve altozano rocoso, única elevación del entorno que domina un dilatado paisaje. Un pequeño venero de agua dulce queda a un tiro de piedra, aunque hoy, por el hundimiento del terreno, queda inmerso en las aguas del estanque vecino. Los lugareños de más edad dicen que el agua aún aflora y que en otros tiempos se aprovechaba. La primera noticia de ´unas piedras extrañas´ que asomaban junto a una casa payesa, en terrenos baldíos y junto a un acebuche, nos la dio en la Fonda Pepe, a mi mujer y mí, el verano del 72, Rolf Svanberg, un galerista sueco que residía en la isla y con el que hicimos una buena amistad. Poco después, el Museo Arqueológico de Ibiza hacía la primera excavación y confirmaba -creo que fue el 1974- el carácter prehistórico de lo que resultó ser una tumba. El estudio que después se hizo sobre los materiales y huesos allí depositados dató el sepulcro sobre el 2000 aC, circunstancia que hizo retroceder la habitación de las Pitiusas al bronce inicial. El hecho, sin embargo, de que tales megalitos se utilizaran como lugar de enterramiento durante mucho tiempo y teniendo en cuenta que el material depositado puede ser de los últimos usos del recinto, lleva a pensar en una fecha ligeramente más alta del Neolítico final, una datación que no parece exagerada si tenemos en cuenta que las culturas coetáneas del levante peninsular -a sólo 90 kilómetros- ya tenían un notable desarrollo. Las islas vecinas, por otra parte, Mallorca y Menorca al norte y Córcega y Cerdeña al este, ya estaban pobladas antes del cuarto milenio. Y sin olvidar que el tipo de dólmenes parecidos al que aquí tenemos -los de Cortaillod, por ejemplo, en la Francia meridional- son del Neolítico medio. A partir de aquí, cabe incluso pensar que nuestro megalito pudo construirse en las postrimerías del tercer milenio. Fuera como fuese, lo que aquí nos interesa, más que la datación, son las claves edilicias y simbólicas de su compleja estructura, única en el archipiélago balear.

El sepulcro megalítico de Ca na Costa tiene un corredor que estuvo cubierto con un techo bajo que obligaría a entrar a gatas y que, con poco más de 2 metros de largo, desemboca en un recinto central, de planta circular, con suelo de piedra caliza y un diámetro de casi 4 metros. Este espacio interior queda delimitado por 7 ortostatos enormes y sin tallar de unos 2 metros de diámetro y un grosor de entre 30 y 40 cm., encastrados verticalmente en el basamento de piedra del suelo. A tenor de las dos plataformas de piedra que rodean el monumento, concéntricas y de contención, unidas por otras 24 grandes losas verticales que mantienen una disposición simétrica y radial como contrafuertes, cabe pensar que tan potente estructura sólo pudo tener por objeto soportar el peso de la enorme piedra que cubriría el recinto. Esta complejidad de su estructura es lo que más sorprende por sus inequívocas ´señales´ de carácter simbólico, cultural y religioso. Es evidente que la colocación de las piedras no es casual y responde a las ideas y sentimientos de sus constructores, a la concepción que tenían de la vida y la muerte. Llama poderosamente la atención, por ejemplo, su concepción radial que, por sus contrafuertes verticales, presenta el sepulcro con la configuración de una estrella abierta como disco solar a todos los vientos. Aquellas gentes entendían que la vida, como el sol, aparece y desaparece en un ciclo que no deja de repetirse.

Número sagrado

El número de las piedras centrales, siete, es un número sagrado, símbolo en muchas culturas de lo infinito, lo inconmensurable, lo eterno. Y contrariamente, las 24 lajas del anillo exterior pueden aludir a la temporalidad y a la contingencia. Es un mensaje simbólico que no tiene nada de extraño porque lo encontramos en otros muchos pueblos primitivos que ya eran conscientes de los ciclos de la Naturaleza, de las estaciones y de la posición del sol en los distintos momentos del día. Visto lo visto, es incluso probable -más que posible- que aquellas comunidades tuvieran una forma de calendario. Y que las remotas divinidades naturales y astrales tuvieran en ellas un peso determinante. Nuestro megalito, por ejemplo, tiene su corredor orientado a poniente, dirección en la que el sol (la vida) se va. Las piedras, en muchos aspectos y en su aparente mudez, no pueden ser más explícitas sobre el sentido funerario del monumento. Y su estructura radial, al aludir al disco solar que muere y renace, descubre la creencia en una vida más allá de la vida. El trascendimiento de la arquitectura y el arte bien podría tener en esta primitiva edilicia sus primeras manifestaciones. Y no sería un mensaje menor.