Nuestras islas mantienen su condición sustantiva, geológica y mineral, pero con el paso de los años han cambiado la piel y las formas de vivir de sus gentes. La mejora de las comunicaciones no sólo ha liberado a sus habitantes del secular aislamiento que imponía la insularidad, sino que el mar y la tierra han adquirido un sentido que no tenían. Si la agricultura y la pesca abastecían con sus productos a mercados y pescaderías, hoy, cuando los campos están abandonados y nuestras aguas han perdido sus caladeros tradicionales, el mar y la tierra son sólo paisajes. Todo o casi todo lo que consumimos hoy nos viene del continente y los contados productos que aún obtenemos en nuestros pequeños cultivos se han quedado en un discreto segundo plano y son sólo testimoniales.

En otras palabras, Ibiza y Formentera han dejado de ser rurales y marineras. Ya no vivimos del agro y el mar. Es el paisaje el que nos da de comer. En cualquier caso, de aquel mundo de payeses y pescadores no queda nada: en los barrios de la Penya y la Bomba ya no viven las gentes de la mar, derruimos hace tiempo las Barracas en las que se subastaba el pescado, ha desaparecido la drassana de sa Riba y la vieja Pescadería es ahora un edificio desangelado. Pero no es sólo eso. Porque la geografía interior está también desconocida. Nuestros campos son barbechos y rastrojeras, los árboles se mueren y en las laderas de las colinas se desmoronan los muros que durante siglos han retenido las tierras en pequeñas feixes que ahora colonizan el bosque. Esta brutal mutación es la que aquí nos mueve a recodar los tiempos en que nuestros mayores eran, todavía, todo a un tiempo, payeses y pescadores, una extraña combinación cuando el mar y la tierra han sido siempre dos ámbitos encontrados, dos mundos contrapuestos.

Puestos, en todo caso, a recordar al hombre que indistintamente utilizaba el arado y la barca, sorprende su resistencia frente a una naturaleza imprevisible, una tenacidad que era una mezcla paradójica de incertidumbres y esperanzas, de arrebato y paciencia, de resignación y coraje, actitudes que ya nadie entiende si no se cae en la cuenta de que entonces sólo contaba el presente porque el mañana era indefectiblemente aleatorio. Ni el payés ni el pescador tenían salario fijo porque nunca obtenían el mismo rendimiento de su trabajo. Una turbonada a destiempo daba al traste con una cosecha y una pesquera desaparecía de un día para otro y devolvía de vacío las barcas al puerto. En esta precariedad han coincidido siempre el pescador y el payés que, en ocasiones, eran una misma persona, algo muy propio cuando el horizonte es siempre marino y el payés, en sus tiempos muertos -cuando la tierra dormía tras la siembra y la cosecha-, cambiaba la mula por la barca y el volantín sustituía la reja. Por afición y, las más de las veces, por necesidad, para mejorar su magra economía familiar. Más raro era que un pescador cultivara la tierra, aunque alguno hubo, vecino de la Bomba, que, en los días de mar encrespado, cultivaba un huerto en ses Feixes. Estas alternancias, sin embargo, en el laboreo del mar y la tierra no cambiaban en nada el talante -bien distinto- del payés y del pescador, pues uno y otro vivían en mundos en cierta manera ensimismados y estructurados de muy distinta manera.

Diferencias

Puestos, en todo caso, a establecer diferencias entre unos y otros, se me ocurren algunas, aunque en todas salen perdiendo las gentes de la mar. El pescador trabajaba en condiciones mucho peores, lo hacía de noche, soportaba temporales, arriesgaba incluso su vida y vivía al día porque al hacerse a la mar no sabía cuál sería su cosecha de peces. El pescador fiaba a la suerte. El mar no tiene doma y la tierra, en cambio, podía colonizarse. Es cierto que también el payés dependía de los meteoros, pero si llovía o tronaba tenía el refugio de su casa. Y periodos de descanso. Y podía prever, según fuera su siembra, determinada cosecha. Podía, incluso, hacer despensa de frutos secos, conservas, confituras, quesos, patatas, almendras, aceitunas, aceite, vino y huevos. Y contaba con la carne de sus corrales y de las matanzas para superar los días en que la tierra no daba nada. El payés, por otra parte, tenía en la tierra un bien estable, mientras que el pescador tenía en su barca un bien perecedero. Tenía razón el pescador que un día en el bar Pou sentenciaba que «la terra te ama, pero no la mar». Pero había otras muchas diferencias. El pescador vendía cada día su pescado en la subasta sin posible regateo, al mejor postor.

Con razón se lamentaba en las Barracas: «El peix no val res quan n´hi ha molt, i quan val més és per què no n´hi ha!». El payés, en cambio, podía retener sus productos y venderlos cuando remontaban los precios. Lo sorprendente es que, a pesar de estas ventajas del payés, su talante, -en comparación con el del pescador que recuerdo alegre, extrovertido, desinteresado, acostumbrado a compartir sudores, alegrías y los cuatro cuartos de cada jornada-, ha sido siempre cauto, discreto, conservador, interesado y ahorrador. Y tampoco tenía nada que ver la casa de uno y de otro, porque la casa payesa más humilde era un palacio comparada con la mejor que podía tener -siempre más pequeña y en extremo modesta- el pescador que vivía en el barrio de la Penya o de la Bomba. Y otro detalle curioso es el de las envidias y peleas, que no eran raras entre las gentes del campo, mientras que no tengo noticia de que las hubiera -aunque alguna hubiese- entre pescadores. En cualquier caso, todo aquello es ya memoria.