Las iglesias rurales pitiusas han sido objeto de estudios pormenorizados en ´Las iglesias de Ibiza´ (1974) de J. Demerson, en ´Esglésies d´Ibiza i Formentera´ (2003) de Santiago Barberán, Marià Torres Torres y Luis Cervera Miralles, en los textos de Joan Marí Cardona en Illes Pitiuses y en el apéndice ´Parròquies d´Ibiza i Formentera´ (1785-1985), en las notas que les dedica Elías Torres en su ´Guía de Arquitectura de Ibiza y Formentera´ (1981) y en los textos que, en las correspondientes entradas, tienen nuestros templos en la Enciclopèdia d´Ibiza i Formentera.

Estas notas sólo tratan de subrayar sus elementos comunes, el nexo arquitectónico que les da carácter unitario, las notas edilicias que comparten, que determinan su forma y les dan ese aire de familia que las hace únicas e inconfundibles.

Si exceptuamos las iglesias de es Cubells, Sant Agustí des Vedrà y Santa Eulària, casos en los que tenemos alguna noticia de sus constructores, todas las otras fueron erigidas, sin que mediara arquitecto, por los propios payeses. Y otro aspecto común en ellas es una ruralidad que no es rusticidad o tosquedad arquitectónica, sino simplicidad, sencillez, elementalidad. Responden a las circunstancias de pobreza, peligro y aislamiento, del tiempo en que se hicieron.

Construidas entre 1466 (Nuestra Señora de Jesús) y 1827 (Sant Vicent de sa Cala), todas mantienen el perfil tradicional y tipificado de la arquitectura ibicenca, el mismo patrón constructivo de la casa payesa, pero adecuando su estructura y escala a su función. Sólo la iglesia de Sant Ferran de ses Roques (1889) presenta una construcción anodina que no sigue el canon tradicional que, no obstante, se vuelve a recuperar en la iglesia de es Cubells (1959), muy parecida a la de Sant Agustí des Vedrà (1819). El caso más evidente del parecido de nuestra iglesia rural con la casa payesa lo tenemos en el templo de Santa Gertrudis que, de no ser por la espadaña añadida en su fachada, se confundiría con las viviendas de su entorno. Esta relación de la iglesia y la casa la tenemos también en que, en uno y otro caso, se mantiene la construcción modular, de ahí que el cuerpo principal del templo incluya, adosada, la vivienda parroquial con horno y cisterna, elementos que subrayan, más si cabe, su perfil doméstico.

Lugar elevado

Y otro aspecto asimismo común en nuestras iglesias es, cuando la orografía lo permite, su ubicación en un lugar elevado -especialmente evidente en San Miguel, San Antonio, San Rafael, San Agustín y Santa Eulalia-, una elección que venía exigida porque servían de refugio a los vecinos que huían de las razias del Turco. Su situación en alto facilitaba la defensa y proporcionaba una óptima visión del entorno.

Algunas iglesias, sin embargo, construidas en terreno llano -caso de Sant Jordi de ses Salines-, marcan con almenas y aspilleras su función castrense. Basta dejar de lado sus modestos campaniles, para que se nos aparezcan como auténticas fortalezas. Sabemos que las hubo artilladas y en algunas otras, pasado el peligro del moro, se encontraron arcones con armas. Todas ellas se levantaron como pirámides truncadas, ortogonales, con muros de piedra y barro que llegan a tener 1,5 metros de grosor y un marcado cerramiento que llega al extremo de tener como única abertura su puerta de acceso. Así es en la iglesia de Sant Jordi de ses Salines y en la de Sant Francesc Xavier, en cuya entrada hay matacán para arrojar agua hirviendo a quienes intentaran forzar la puerta. Y en otros templos tenemos auténticos lienzos de muralla y torreones para potenciar su defensa como vemos en la iglesia de Portmany, Sant Miquel de Balansat y Santa Eulària, algo en lo que tampoco se apartan de la casa payesa, que suele tener como refugio y defensa una torre predial.

Y como sucede en las casas, también en los templos la función determina la forma con el resultado de que su interior sólo ofrece un espacio vacío, el estrictamente necesario para la comunidad que lo construyó. Su volumetría, por otra parte, siendo por razones obvias más relevante que la de las casas, apuesta como en ellas por la horizontalidad. Lo demuestran sus discretas alturas, que van desde los 5 metros de Sant Francesc de ses Salines a los 11 metros en la de Santa Eulària. Y también son comedidas y armónicas sus proporciones: su tramo mayor o longitudinal suele doblar la medida de su altura y anchura: 13 x 5,5 x 6,5 en Nuestra Señora del Pilar, 23 x 11, x 11 en la de Santa Eulària, 20 x 9,5 x 9,5 en la de Sant Rafel y 12 x 5,8 x 7,6 en la de Sant Ferran. Por otra parte, la desnudez interior y exterior que las iglesias comparten con las casas descubre hasta qué punto buscan la esencialidad, de ahí que sean humildes, sobrias, sin adornos. También en ellas, menos es más. Son iglesias que, en vez de sobrecoger por su desmesura como los góticos que siempre apuntan al cielo, están pegados a la tierra y a tal extremo humanizados que suelen tener una cisterna en el porxo, amplio soportal de inequívoca función vestibular, espacio de acogida y encuentro que en un banco corrido facilita el encuentro, la conversación y el descanso de los feligreses que llegan desde sus casas dispersas.

Este ámbito porticado, por otra parte, crea un nexo perfecto entre su interior y el exterior, entre el espacio profano y el espacio sagrado. El porxo más historiado y de inequívoca reminiscencia oriental es el de la iglesia de Santa Eulària, que recuerda las mezquitas de la isla de Djerba. La techumbre en las iglesias más antiguas -Sant Miquel, Sant Antoni, Sant Josep, Sant Francesc Xavier, etc- son, planas o aterrazadas, como las de las casas. Y una última coincidencia de iglesias y casas la tenemos en su riguroso encalado por dentro y por fuera, sucesivas lechadas de cal que suavizan las aristas, aportan relieves, añaden texturas y dan a las líneas del edificio un movimiento que alivia su gravidez.