La vivencia que hoy tiene quien vive en una isla como Ibiza no se parece en nada a la que tenía quien la habitaba, pongo por caso, hace 50 o 60 años. Los aviones han convertido el Mediterráneo en un charco de ranas y hoy saltamos en unos minutos entre sus orillas. En estricta literalidad, sólo ahora podemos llamar al Mediterráneo Mare Nostrum. Hasta mediados del siglo pasado, el mar, más que unir, separaba. A la isla que yo recuerdo sólo se llegaba en una larga travesía nocturna de 9 o 10 horas, de manera que el sueño también contribuía a la idea de ruptura que en su tránsito experimentaba el viajero que despertaba en otro mundo. Con las primeras luces y aún amodorrado, el viajero subía a cubierta y reseguía morosamente el litoral del levante insular, inciertos perfiles aún de ceniza en los que el sol paulatinamente descubría acantilados ocres y rojizos cortados a cuchillo. Y un prodigioso manto verde que desde tierras adentro alcanzaba el límite de los farallones. El viajero todavía no sabía que llegaba a la antigua Pitiusa, ´Isla de los pinos´, donde las coníferas han tenido siempre un dominio absoluto en un continuo y amable carrusel de colinas y valles. La arribada, entonces, era muy lenta y aquel perezoso acercamiento convencía al viajero de que llegaba a un lugar retirado, solitario y diferente. Hoy llegamos a Ibiza volando y en una cabina presurizada, de manera que llegar a ciegas y en traslación inmediata nos roba la antigua sensación de viaje y de llegar a ese otro lugar distinto y distante.

Esta vivencia perdida de alcanzar un lugar en el que se vivía un tiempo sin tiempo, un tiempo como retenido, no la tenía sólo el viajero. Los habitantes de la isla eran también conscientes de las diferencias que conllevaba su condición insular y de ahí que los que llegaban a la isla fueran para ellos y genéricamente forasteros, peninsulares o extranjeros. Un apelativo que no era en absoluto despectivo porque el viajero era siempre bien recibido y sólo subrayaba la idiosincrasia de unos y otros. Luego, en muy poco tiempo, la habitación convertía a quien había llegado en habitante, o más precisamente en vecino, y cualquier diferencia se diluía. La integración se producía sencillamente porque la misma insularidad imponía su ley y la estancia devenía una forma de estar, una forma particular de vivir que se traducía, por ejemplo, en una percepción muy particular del tiempo y las distancias. Pero el aislamiento tenía también otras consecuencias determinantes. Una de ellas era una relativa inmovilidad entendida como fijación sociocultural, como conservación de lo propio, una persistencia en los hábitos y tradiciones que pudieron mantenerse secularmente inalteradas mientras de puertas afuera cambiaba todo. Y aspectos de aquella fijación son aún evidentes en la arquitectura, el folklore, la indumentaria, las músicas, las canciones y, por supuesto -aunque cada vez menos-, también en las costumbres.

Y la insularidad también exigió autosuficiencia. Particularmente, cuando, como ocurre en Ibiza, las casas dispersas en el campo -los pueblos como los conocemos son un invento reciente- han sido islas dentro de la isla. El hombre tuvo que hacer virtud de la necesidad y aprender a proveerse por su cuenta de lo necesario para subsistir y adquirir habilidades que iban desde levantar una casa a construir sus propios muebles, proveerse de sal, carbón y cal, confeccionar sus propios vestidos, sus instrumentos musicales o sus alpargatas. Aquel era un mundo pequeño y cerrado pero, paradójicamente, era un verdadero universo para el ibicenco, un ámbito prácticamente inabarcable. No podía ser de otra manera cuando los caminos se hacían a pie o en cabalgaduras. Sant Carles de Peralta o Sant Vicent de sa Cala estaban en el fin del mundo. Y nos queda todavía una última condición insular que define, de una vez por todas, lo que es una isla, el estar en el mar. Con razón la llama el poeta ´nave de piedra´. De hecho, cuando el habitante de la isla viaja al continente, tiene la sensación de pisar tierra firme. En la isla, posiblemente porque nuestro horizonte es siempre marino, nos vemos siempre en una forma de navegación. Y sus habitantes somos naturalmente marineros. ¿Hace falta recordar que nuestro barrio más emblemático se llama precisamente la Marina? Esta particular experiencia de vivir en el mar explica la sensación de extrañeza, pérdida o incomodidad que el insular tiene cuando está en el continente.

La isla desde fuera se vive siempre como un extravío que uno trata de mitigar con apoyaturas que, a la postre, son sólo paliativas. Yo lo intenté durante los años que pasé en Salamanca. Llené mi habitación de imágenes insulares. Coloqué en una pared un enorme cartel de la diosa Tanit. Y terracotas de mi amigo D´Aifa, terrissaire pitiuso que, no tengo ninguna duda, reencarnó a un alfarero fenicio. Y los puntos de libro que utilizaba en los tomos de Metafísica y Teodicea eran postales en blanco y negro de Domingo Viñets, imágenes de Dalt Vila, el Obelisco, Talamanca, la bahía de Portmany y alguna casa payesa. Y lo más sorprendente de aquella sensación de insularidad perdida la tenía cuando, al acabar el curso por San Juan y mirar por la ventana los campos, en la ondulación de los trigales que el viento mecía veía el oleaje de una mar tendida. Era una visión que no podía comentar con nadie porque me hubieran tachado de loco.