La palabra payés, opuesta a urbanita, ha mantenido tradicionalmente un deje despectivo, de desdén y menosprecio. En la ciudad hemos creído que el payés, casi siempre iletrado y pegado a la tierra, es un ser rudo, de cortas miras, torpe, primario, asilvestrado, poco sociable y del todo indiferente a lo que no tenga utilidad. ´Campesino´ es sinónimo de rústico, burdo, gañán y grosero, mientras que ´urbano´ es sinónimo de culto, educado, correcto, cortés, etc. Y el diccionario define ´urbanizar´ como educar y civilizar. De aquí que, todavía hoy, cuando a uno le dicen «ets un pagès!» interpreta que le están insultando. Es una visión que también mantiene la literatura. Blasco Ibáñez abusa de tan torcida maledicencia en novelas como ´Cañas y barro´, ´Arroz y tartana´ y ´Los muertos mandan´, esta última ubicada en Ibiza, donde nuestros payeses aparecen como gallos de pelea que resuelven cualquier afrenta con pistolas y navajas. Es cierto que la percepción que hoy tenemos del hombre que trabaja la tierra es distinta, pero algo queda de aquella visión denigrante. Y hasta tal punto falsa que, en muchos aspectos, ha sido precisamente el mundo rural el que ha dado lecciones de buen hacer, sensatez, mesura y sabiduría, al engreído urbanita. Convendría recordar que cultivo, culto y cultura son voces que comparten una misma raíz. Conviene, por tanto, subrayar el saber y la sensibilidad de nuestros payeses que, por lo general, pasamos por alto.

Rasgos negativos

Muchos rasgos negativos que le achacamos al payés, -reserva, desconfianza, misantropía y adustez- son consecuencia natural del abandono, los engaños y las mofas de que ha sido objeto. Con razón ha sido escéptico y receloso. Lo cierto, sin embargo, es que nadie tiene como el payés los pies en el suelo, está más cerca de la vida real y enfrenta con mayor tenacidad la resistencia que le presenta la naturaleza.

El payés es sobrio, paciente, perseverante y, por lo general, no se ve devorado por la ambición ni cae en banalidades. Pero hay algo más importante. El payés es depositario de un ancestral legado de conocimientos que se manifiesta en un saber hacer y en una sensibilidad que incomprensiblemente no registramos. Y para comprobarlo basta responder a una pregunta: ¿Son los reconocidos valores estéticos de la arquitectura rural ibicenca resultado de la casualidad? Está claro que no. Porque lejos de ser puntuales o esporádicos, los encontramos en todas las casas. Y es así porque todas ellas siguen los parámetros tradicionales descritos mil veces -horizontalidad, simplicidad, proporción, etc-, y consolidados en una experiencia colectiva y secular. El más es menos que creyó inventar el minimalismo ya lo aplicó con sentido común nuestro payés que en su casa sólo tenía lo estrictamente necesario. Y el resultado, sin embargo, es una construcción equilibrada, sencilla, armoniosa y con un afincamiento tan respetuoso que crea paisaje. Y si nos fijamos en los detalles -en las texturas de sus muros y de sus pertinaces encalados, en el despuntado de los vértices y el discreto achaflanado de las aristas que suaviza las planimetrías, en los airosos huecos porticados, en la utilización de esos desnudos troncos de sabina que en sus tersas nervaduras parecen los brazos de un gigante, en esa teja que sirve de desagüe, en ese banco de obra que recorre el porxo, en esa concavidad del muro en la que los cántaros quedan encastrados, en la enorme chimenea que recoge a la familia en los inviernos, en la singular cúpula del horno que le da a la casa un aire oriental, en los precisos sillares de la torre predial, en las preciosas capillas que protegen los pozos y en esa otra maravilla que son las iglesias fortificadas-, si nos fijamos, en fin, en todo ello, concluimos que estamos frente a una arquitectura que es bella a rabiar. Pero la afinada sensibilidad del payés no sólo está en su singular edilicia, la descubrimos también en sus glosas, en la indumentaria femenina, en la increíble joyería de las emprendades, en los instrumentos de su folclore, en sus músicas y en sus enigmáticas danzas, en el ingenio de sus gloses y xacotes, en sus rondalles y en su artesanía: Hausmann ya vio las humildes sillas con asiento de enea como obras de arte y yo mismo he colgado en una pared de mi casa, junto a dos bellísimos lienzos de Ferrer Guasch, un par de alpargatas que no desmerecen.

Legado cultural milenario

Si una cosa está clara es que nuestros payeses son depositarios de un legado cultural milenario que retiene la esencia de esa mediterraneidad que suma lo que nos han dejado muchos pueblos, púnicos, griegos, romanos, árabes y catalanes. Todo un mundo, sin embargo, que la globalización va diluyendo en un imparable uniformismo, pero que, en la medida que podamos, debemos salvar. Sin culpabilizar a nadie porque de nada sirve a toro pasado.

Josep Pla, que conocía bien el talante del payés y la mutación que ha sufrido su vida, explica así la situación: «Tothom parla avui de la crisi moral que travessem com si fos una cosa voluntaria i deliberada. I no és així. Ens hem trobat, simplement, devant d´una situación objectiva que tal vegada era impossible d´eludir. I de la necessitat, com a les tragèdies, n´hem hagut de fer llei. Ens hem vist transformats en qui no érem. D´altra manera, com hauríem pogut menjar i viure? En certa manera, hem devingut desaprensius involuntaris, posats en moviment per un mecanisme extrínsec. N´hi ha hagut, és clar, de molt actius. I ara n´hi ha més que mai». Dicho esto, solo nos queda la posibilidad y la obligación de defender lo que todavía retenemos de aquel Viejo Saber con uñas y dientes.