Las diferencias que hoy son determinantes entre la ciudad antigua y la nueva son demasiado evidentes para obviarlas. Están a la vista y conocemos sus orígenes y motivos. Para empezar por el principio, es el caso del lugar que nuestros ancestros eligieron para su asiento y el que, muchos siglos después, hemos preferido nosotros en los solares del poniente de la bahía que habitamos ahora. En el mundo antiguo que podríamos situar a grandes rasgos entre la Iboshim púnica y a la Yabisah medieval, la situación que se buscaba tenía que ser estratégicamente encastillada y tenía mucho que ver, particularmente en una isla con la necesidad de refugio y de buena defensa.

Es la razón de que para la primera ciudad se eligiera un promontorio que facilitaba un buen aislamiento y una visión dilatada del horizonte. A poco que nos fijemos en los planos y en las escasas referencias documentales que tenemos de aquellos primeros tiempos, comprobamos que el primer solar urbano ocupó el vértice del Puig de Vila, una colina que, si tenemos en cuenta las aguas de su bahía, queda rodeada de mar a tres vientos, norte, sur y este, de manera que la ciudad sólo era abordable por tierra desde el oeste y, aun así, salvando la profunda vaguada que la separa del Puig des Molins. Sin olvidar que el istmo que por el oeste daba acceso terrestre a la ciudad tuvo que ser una lengua de tierra más angosta de lo que hoy somos capaces de imaginar, pues las aguas de la bahía penetraban bastante más hacia el SW, haciendo más profundo el codo del puerto. Aquel paisaje primigenio no puede extrañarnos cuando sabemos que muchos edificios de Vara de Rey están construidos a la veneciana, con pilotaje de troncos, y que en el entorno de Santa Cruz, cuando éramos niños, se producían inundaciones que durante días dejaban un espejo de agua por el que podía moverse una chalana.

Aquel paisaje primitivo también explicaría que algunas crónicas hablen de fosos con agua en el entorno de la fortaleza, hecho imposible si el mar hubiera estado más alejado. Y también sabemos que en tiempos más próximos a nosotros, el templo que estuvo donde está Sant Elm tenía en sus muros argollas para que las barcas pudieran amarrar. Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que la colina en la que se asentó la primera ciudad, el Puig de Vila, tuvo configuración peninsular. Con dos buenas bahías comunicadas en su norte -la de los actuales muelles interiores y la de Talamanca-, y protegida la interior por el lado de levante con tres islas: Grossa, Plana y Botafoc.

Valle feraz

Y por si ello fuera poco, con un valle feraz en su frontis que se beneficiaba con el riego natural de las acequias que bajaban agua desde las montañas hasta el hinterland agrario que después hemos conocido como Pla de Vila, el llano de Jesús y ses Feixes. Aquí cabe decir, sin embargo, que aquella ciudad primera fue también singular en su asiento porque rompió la costumbre que entonces había de orientar toda habitación al sur, al mediodía. La Ibiza primigenia prefirió mirar al norte o, más precisamente, al NW. Con buenos motivos. Era preferible encarar la bahía y el llano y dar la espalda al mar, único camino por donde el peligro podía llegar y controlarse desde las murallas.

En segundo lugar, al margen del asiento y de la peculiar orientación que decimos, otra cuestión a considerar es la forma de construcción que entonces se practicaba, radicalmente distinta a la actual. Al intervenir sobre una colina en la que se valoraba su condición de anfiteatro natural, lo que se hizo fue aprovechar su potente orografía declinante, siempre en función de las necesidades de una población que no dejó de crecer. El resultado fue la compleja urdimbre que conocemos, descolgándose desde arriba en precisa ortogonalidad y solapamiento, asomándose sus casas, unas sobre otras, todas distintas, en una sorprendente secuencia de esquinas, pasajes, escalas, tapias, tejados, terrazas, balcones y ventanucos, sobre la alfombra de tejados de la Marina y el puerto. Esta configuración de la Ciudad Alta es la que han tenido hasta la Edad Media todas las ciudades antiguas, una trama laberíntica, asimétrica, armónica en sus proporciones y siempre distinta, es decir, un conjunto arquitectónico único e irrepetible que, siendo sencillo, consigue carácter y resulta espectacular. No es otra la razón de que Dalt Vila sea hoy Patrimonio de la Humanidad. Y otra ventaja de la ciudad antigua sobre la ciudad nueva es su misma condición histórica y ser, en este sentido, una ciudad de ciudades, un solar habitado de forma ininterrumpida durante 3000 años.

Dos zonas concretas

Dicho esto, repasemos lo que hicimos después. La ciudad se expandió extramuros, entre las murallas y la bahía, en dos zonas concretas, todavía con relativa discreción: por una parte, en la Penya, que acabaría siendo un barrio de pescadores y por otro en la Marina que, con los mercados, se convirtió en una zona de intercambio, comercio y talleres. El caso es que este tránsito de la Vila de Dalt a la Vila de Baix todavía se hizo sin alteraciones significativas porque, aunque la trama de calles tuvo que reseguir la estrecha franja de tierra que quedaba entre la fortaleza y el mar en una trama lineal este/oeste -basta ver el largo de las calles de Cipriano Garijo, d´Enmig y de la Mare de Déu-, lo cierto es que la ciudad siguió siendo grata y habitable porque se hizo para que por sus calles circularan con comodidad viandantes, caballerías y carros, las mismas que, todavía de tierra, conocimos los más viejos en nuestra niñez.

El descalabro llegó después, a partir de los años 50 del siglo pasado, cuando se fue imponiendo una movilidad motorizada que precisaba otro tipo de viales y la especulación impuso la construcción estandarizada que hoy confunde nuestro Ensanche con el de cualquier otra ciudad. Y todavía existe otra diferencia determinante entre la ciudad de ayer y la de hoy. Mientras la primera quedaba configurada como un todo armónico y unitario, contenida entre las murallas y la bahía, la ciudad del Ensanche se caracteriza hoy por todo lo contrario, por desparramarse sin orden ni concierto como una mancha de aceite. Estas diferencias en la elección del solar urbano y en la banalización de la arquitectura han roto la hilatura que, incluyendo las murallas, han tenido secularmente los tres barrios históricos de la ciudad vieja en los que aún nos reconocemos. En el Ensanche, en cambio, nos hemos sentido siempre extraviados, exiliados y cabreados por un descalabro urbano que es ya irreversible. Y sin embargo, a pesar del desapego que sentimos por la ciudad nueva y del arraigo que seguimos manteniendo con la ciudad antigua, ésta parece condenada a una progresiva deshabitación y a fosilizarse en un escenario para turistas. Paradojas que uno no acaba de entender.