A los primeros y escasos viajeros que como Vuillier y el archiduque Luís Salvador nos visitaban casi por casualidad y con aliento todavía romántico a finales del siglo XIX, les siguen, a principios del siglo pasado, otros visitantes asimismo esporádicos o circunstanciales como Walter Benjamin, Paul Gauguin, Raoul Haüsmann, Adolf Schoulten, Wolfgang Schulze, Jean Selz, Erwin Broner, Will Faber, Paul Elliot, Gropius y muchos otros. Todos ellos han oído hablar de un lugar ignorado y perdido en el tiempo, en el que, por muy poco dinero, se puede gozar de una climatología bonancible y encontrar refugio, paz y anonimato. Todos ellos buscan algo o huyen de algo y en la isla persiguen su particular utopía.

Hasta mediados de los años cincuenta son sólo exploradores de nuevas tierras o de sí mismos, una guisa de nómadas del espíritu que, todo a un tiempo, recorren su propia geografía y la geografía de la isla, en la que pasan desapercibidos. Las gentes de la isla viven y dejan vivir, están acostumbradas a la visita de forasteros que, por lo general, vienen y se van. Son muy pocos los que echan raíces, posiblemente por un problema de aclimatación a un lugar en el que se experimenta un radical cambio de escala que exige del viajero cierto desnudamiento, cierta transformación. Diríamos que el forastero tiene que acostumbrarse a ver lo que antes y fuera de la isla no veía. En ella cambia la medida del tiempo y también son otras las distancias. La Cala de Sant Vicent, por ejemplo, estaba entonces en el fin del mundo porque nos movíamos en carro, a pie o en bicicleta. Y la pequeña isla era inabarcable. Siempre que me hago estas reflexiones recuerdo en Fruitera a una anciana de casi cien años que, según me dijo su hijo, no había visto el mar. Al día siguiente le llevé una postal con la tópica playa, pero creo que sus ojos no consiguieron ver lo que miraba. Lo que vengo a decir es que aquella isla era, ni mejor ni peor, otra isla.

Aquellos viajeros de primera y segunda hornada no eran todavía turistas. Se les veía como personajes respetuosos y discretos que iban a lo suyo y que en nada interferían en aquel pequeño lugar ensimismado y anclado en el ´viejo mundo´ que les fascinaba. Artistas, escritores o intelectuales, se hicieron lenguas de su descubrimiento con un sorprendente efecto de llamada que poco después nos trajo a los hippies, los primeros y supuestamente originarios, a los que conocí de cerca en la Fonda Pepe de Formentera. El hecho fue que a la utopía clásica de los primeros viajeros se sumó esta nueva utopía de cientos de jóvenes fugitivos que venían de las revueltas estudiantiles europeas y de las protestas contraculturales americanas. Cansados del consumismo y de un stablishment que por trasnochado les aburría, buscaban otro tipo de vida. Pero aquel fenómeno nos dio una sorpresa. Destapó como una Caja de Pandora el potencial turístico de la isla y la experiencia hippy degeneró muy pronto en una escenificación masiva y falseada. Los flowers children fueron inmediatamente absorbidos por aquellas tropas de ávidos y carnavalescos oficinistas que, nada más llegar en el barco-correo, se disfrazaban con túnicas blancas, calzaban alpargatas y en el primer colmado compraban aquel cesto de largos brazales que, colgado al hombro con displicencia y en el que asomaban unas flores silvestres y un libro de Sartre, les identificaba. El turismo masivo llegó inmediatamente después, en los sesenta, y todo se puso del revés. La isla entró en un inconsciente proceso de autofagia en el que lo propio, primero de forma imperceptible y luego de forma acelerada, se iba diluyendo y desaparecía. Y cuando nos quisimos dar cuenta, ya nada era igual.

Oleada definitiva

Inútiles elegías al margen, sólo cabe añadir que aquella tercera oleada fue la definitiva porque todas las que vendrían después serían iguales. El hecho fue que la isla ha vivido en los tiempos que recordamos tres sucesivas oleadas de viajeros que se corresponden con la Ibiza ignorada de los tiempos idos, la Ibiza mutante y publicitada de los sesenta y la Ibiza de hoy, que sólo por la memoria reconocemos. Es un cambio que no critico ni rechazo, porque tal vez siempre haya sido así. Es lo que parece recordarnos aquella vieja canción que con ironía se lamenta de que «Eivissa ja no és Eivissa». Y mucho antes, encontramos aquel otro comentario del siciliano Diodoro que describe nuestra ciudad como una babel «habitada por toda clase de extranjeros». En todo caso y para cambios, ninguno como el que introdujeron los catalanes cuando entraron en Yâbisa como un elefante en una cacharrería. Basta ver cómo hicieron tabula rasa con todos los nombres comunes y propios que cambiaron de un día para otro. Aquel cambio sí que tuvo reaños.

Pero volvamos al zoológico de puertas abiertas que fue la Ibiza de los años sesenta, cuando, en poco tiempo y bajo la influencia de los promotores turísticos y de los medios de comunicación, se conformó el imaginario de la isla como paraíso solar y lugar en el que cualquier cosa parecía posible. Ibiza pasó a ser territorio colonizado y para entender lo que supuso aquella definitiva invasión que todavía sigue -afortunadamente, porque nos da de comer-, baste decir que una isla que al arrancar los sesenta sólo contaba con 34.000 habitantes y alojaba 30.000 viajeros en los hoteles que crecían como setas, pasó a tener 350.000 turistas en 1970.