Bajo los pies, la escoria de murex acumulada durante cinco siglos. Solo cuando la educadora ambiental Marta Tur avisa de qué es lo que pisan, las veinte personas que participan en el paseo guiado por sa Sal Rossa sienten el vértigo de la historia y casi empiezan a caminar de puntillas.

En la Xanga, entre la torre des Carregador (o de sa Sal Rossa) y las casetas varadero, se acumulan toneladas de conchas de gasterópodos a los que los púnicos, primero, y luego los romanos extraían la glándula hipobranquial de un certero y limpio tajo para fabricar la púrpura. El suelo empieza a quemar por el peso de la historia, más si la vista se detiene en las partículas que lo componen: no son piedrecillas lo que se engancha a las suelas de las botas de trekking, sino millones de trocitos de conchas de cornets, thais, pades... Nada impide pisar este yacimiento de la escoria desechada hace 20 siglos. Del suelo emergen los restos de plásticos negros usados en una excavación interrumpida hace tiempo.

«Bien con nasas, a mano o con cuerdas», lo púnicos extrajeron en esa zona los murex hasta que, según Tur, fueron diezmados y esa industria dejó de ser rentable. Se sacaban del agua «después del verano», poco antes de que empezara el invierno, y no debía de ser una producción apta para la urbe: las glándulas, depositadas en cubos de agua salada, se dejaban fermentar durante tres días. El hedor a putrefacción debía de ser aún más poderoso que el de la cercana depuradora de Platja d´en Bossa.

El color púrpura, que se cree que entonces era similar al de la sangre coagulada, simbolizaba el poder, entre otras razones porque solo lo lucía quien tenía una posición acomodada. «Era muy caro», advierte Marta Tur. Solo para obtener 450 gramos de tinte era preciso sajar (nunca chafar) 60.000 caracoles marinos, de lo que se puede deducir no solo el trabajo que daban, sino también por qué en cinco siglos (y ya aguantaron mucho) se esquilmó esa especie. La bióloga cree que si se hiciera una cata en ese promontorio artificial, el lugar donde se acumulan esos cinco siglos de cáscaras de moluscos, de la parte inferior saldrían las conchas más grandes, cuyo tamaño menguaría conforme se ascendiera.

Tur mostró a los participantes en el paseo ilustrado varios murex casi intactos como los que los cartagineses perseguían con tanto empeño. La educadora suele llevar consigo (ese día no) la concha de otro gasterópodo más grande, un auténtico corn de brular (Cheronia nodifera) que usaba su padre, Joan Tur, para vender pescado. Joan empezó a trabajar como pescadero ambulante cuando tenía 14 años, aproximadamente sobre 1947. Cargaba los peces en dos cajas que ataba a una bicicleta que por entonces pagaba a plazos y con la que se desplazaba por la isla. Los vecinos sabían que acababa de llegar sobre dos ruedas y cargado de gerrets en cuanto le escuchaban brular el corn.

«En el Canal d´en Martí, en es Pou des Lleó, hay otro yacimiento enorme de murex», aportó el historiador Maurici Cuesta, que se encontraba entre los paseantes. En la Xanga, explicó, buena parte de los restos han sido arrastrados hasta el mar por la lluvia a lo largo de los siglos y ahora sus conchas puntiagudas yacen bajo la posidonia. «En toda esta zona hay, además, restos que demuestran que fue habitada antes que los púnicos, posiblemente entre los años 1.500 y 1.000 antes de Cristo», indicó Cuesta. Han encontrado muchas puntas de flechas que se usaban para dar caza a las aves acuáticas que descansaban en las lagunas salobres cercanas.

La sal que gustaba a los genoveses

Un centenar de metros más allá de la Xanga, en dirección a la torre des Carregador, se da un enorme salto histórico: de los púnicos se pasa a la Edad Media, a la época en que genoveses y pisanos se volvían locos por la sal rosa de Ibiza, más cara que la normal y teñida por la Dunaliella salina y el Halobacterium salinarum, pero que cuando no tenía suficiente color se ensuciaba con tierra rojiza, o eso dice la leyenda.

Cuesta explicó que como las galeras no podían acceder a esa bahía tan poco profunda, se quedaban a unos 100 metros y la sal se cargaba sobre unas chalanas «amplias y de poco calado». Todo aquel comercio «fue contabilizado por la Universitat. Luego, la carga cambió de sitio, el puerto de Vila, hasta que a finales del siglo XIX se dieron cuenta de que ese emplazamiento era deficitario y decidieron construir el puerto de sa Canal».

En la Xanga quedan los restos de donde antaño se depositaba la sal, una amplia superficie (que ahora se usa como patio de un chalé donde veranea un conocido cómico) y un camino empedrado con còdols, así como un par de enormes aljibes de forma semicilíndrica.

El recorrido concluye con una visita a los flamencos que filtran en sus picos la artemia, un diminuto crustáceo de los estanques de sa Sal Rossa, aunque antes hay una parada en la torre des Carregador, la única, con la de ses Portes, que es del siglo XVI. A diferencia de las que se construyeron dos siglos más tarde, esta servía de refugio hasta para 200 personas, por lo que tenía acceso por su planta baja, no por la primera, como las otras. La disposición de su escalera de caracol, contraria a las agujas del reloj, servía, según Cuesta, para dejar el flanco izquierdo descubierto a los atacantes, «la mayoría diestros». Era «un obstáculo como otros que habitualmente se empleaban en la arquitectura defensiva», una mareante y angosta espiral en la que seguro que más de un corsario sabía manejarse para dejar como un coladero cualquier tupido coleto con los certeros tajos de una vizcaína en la zurda y de una toledana en la diestra.