En Ibiza tenemos varios museos, el Arqueológico de Dalt Vila, el de Arte Contemporáneo (MAC), el museo Puget, el Diocesano ubicado en la Catedral, el Barrau y el Etnológico, (estos dos últimos en el Puig de Missa de Santa Eulària), pero, hasta hace algunos años, cuando hablábamos del ´Museo´, sin adjetivos, todos sabíamos que nos referíamos al monográfico del Puig des Molins que, con sobrados motivos, sigue siendo el gran museo de la isla, único en su género por la riqueza de sus fondos y por su ubicación en una de las necrópolis púnicas más grandes y mejor conservadas del Mediterráneo. Un legado, por otra parte, que hoy es Patrimonio de la Humanidad y que nuestras instituciones no han sabido valorar ni aprovechar como activo turístico de primer orden. Finalmente, aunque hemos superado el mal sueño que han supuesto las obras de rehabilitación y puesta al día que durante 18 años lo han mantenido cerrado a cal y canto, su reapertura ha sido agridulce porque si la redistribución del espacio interior y la muestra que ahora nos ofrece es muchísimo mejor que la que teníamos en el antiguo museo, la caja del edificio es la que era y sus reducidas dimensiones están lejos de explotar las posibilidades que sus fondos podrían ofrecer.

Y aunque ahora gozamos de una bellísima instalación, la crisis que sufre el país nos deja sin el nuevo arqueológico que la isla necesita y que, por el momento, seguirá siendo un sueño. Dicho esto, del museo rejuvenecido que ahora tenemos hablaremos -porque lo merece- cualquier otro día. Estas rayas están dedicadas a la memoria que tenemos del viejo museo, del que aquí nos despedirnos con algunas vivencias que espero podamos repetir en su espacio renovado.

Salas vacías

Recuerdo que me gustaba visitar la antigua instalación del Puig des Molins a deshora, inmediatamente después de que abriera sus puertas o poco antes de que las cerrara. Prefería que sus salas estuvieran vacías y hoy sé lo que andaba buscando. Sin ánimo de ser irrespetuoso en lo que voy a decir, lo cierto es que percibía muchas semejanzas entre la atmósfera del viejo museo y la que experimentaba en cualquiera de nuestras iglesias, San Telmo, la Catedral o Santo Domingo. Y al hablar de connotación o afinidad entre los templos y el museo, no me refiero al hecho de que sus edificios fueran icónicos o singulares porque todos ellos eran y son de una modestia arquitectónica evidente, sino a que en uno y otro caso encontraba grandes espacios interiores, una forma de contenedores en los que cobraba una importancia determinante la imaginería que se nos ofrecía en objetos, estatuas y cuadros. Y así sigue siendo, porque tanto la iglesia como el museo son ámbitos en los que encontramos huellas, signos y símbolos, representaciones que trascienden lo objetual y nos llevan a la realidad inefable de la belleza, los mitos y los dioses. Lo mismo las iglesias que el museo nos proyectan a esa otra dimensión que no vemos: la arqueología, a la materialidad del pasado; la escatología, a la abstracción del más allá.

En aquellas visitas percibía la iglesia y el museo como espacios vestibulares, remisivos, religacionales. Religacionales, en la medida en que uno y otro dan la oculta hilatura que tenemos con aquellas otras realidades a las que se refieren; remisivos, porque nos llevan a ellas a través de los vestigios o indicios que nos ofrecen; y vestibulares, en tanto que lugares iniciáticos y de función mediadora que, por las señales que nos ofrecen, se convierten en puertas o puentes para alcanzar aquellas dimensiones del pasado y del futuro que permanecen ocultas. Pero existen otras muchas coincidencias. Sin ir más lejos, quien entra en las iglesias o acude a un museo comparte una misma actitud de secreta veneración, de religioso respeto y de silencio. Es sintomático que, en uno y otro lugar, cuando hablamos, lo hagamos siempre en voz baja. Las iglesias, por otra parte, cada vez se nos presentan más como museos, como lugares no sólo de culto sino de exposición, como espacios abiertos a los turistas que, las más de las veces, tienen que pagar una entrada para disfrutar de los objetos de arte que atesoran, retablos, lienzos y estatuaria. Y tanto las iglesias como los museos son asimismo lugares encalmados, separados por recios muros del trajín callejero. El caso es que yo iba al antiguo museo del Puig des Molins porque allí encontraba la misma misteriosa quietud de las iglesias.

Cajas del tiempo

Y sentado en la soledad de sus salas vacías, al sentirme rodeado de tantos vestigios de hace dos mil y tres mil años, creía percibir o soñaba una forma de aura, una extraña presencia que era prácticamente idéntica a la que sentía en cualquiera de nuestras iglesias. Y tanto en los curas de las iglesias como en el celador del museo veía perfiles comunes, personajes pacientes y sigilosos, con un cierto olor a naftalina y alcanfor. Y hay, por otra parte, lo mismo en las iglesias que en los museos, un aire de supervivencia donde el mundo que nos muestran no quiere desaparecer, quiere mostrarse y darnos un mensaje que no siempre interpretamos. Iglesias y museos son como cajas del tiempo. Y el papel que juegan en los museos las guías de visita la tienen en los templos los misales.

Por todo ello, creo que también intentaré visitar el remozado museo del Puig des Molins a deshora, cuando en sus salas no haya nadie. Tal vez, después de familiarizarme con el prodigioso arsenal de platos, cuencos, vasos, terracotas, bustos, anforiscos, escarabeos, huevos de avestruz, amuletos con imágenes de enanos patecos, Ptah, Bes, Isis, Shu, Horus, Tot o Anubis; útiles sanadores como pinzas, cucharillas, trócares, bisturís, sondas y punzones; y después de ver, en fin, objetos domésticos y cotidianos como navajas de afeitar, ungüentarios, glandes de plomo, agujas para coser, anzuelos, monedas y elementos del tocado femenino, caso de collares, anillos, pendientes, pulseras, fíbulas, broches, hebillas y pasadores de moños, después de todo ello, tal vez pueda recuperar aquellas entrañables vivencias que hace ya muchos años tuve en el viejo museo.