«Aquí, en esta ladera que cubre el olivar, sangre y labio retienen la hora fugitiva (?) El mundo y los humanos son de roca y de luz, se hacen y deshacen quemados por el tiempo».

De ´Noche más allá de la noche´.

Antonio Colinas.

Los nombres de lugar que crea el hombre siempre son circunstanciales, nacen en un determinado contexto, suelen derivar de actividades humanas y sólo la suerte hace que se mantengan durante siglos o sean sustituidos por voces nuevas. Es evidente que el Puig des Molins debe su nombre a los molinos harineros que en tiempos hubo en la cima de la colina que queda en el poniente de nuestra ciudad. Nueve de ellos ya aparecen en ´Il ritratto grande della fortezza de Eviza´ (1555) de Gianbattista Calvi, por lo que la nominación pudo nacer en aquellas fechas o poco después. Antes de entonces, en la Yabisah musulmana y en la Iboshim cartaginesa, el lugar tendría otro nombre que no hemos llegado a conocer, pero que, por la importancia que adquirió desde los primeros tiempos como cementerio de la ciudad, muy probablemente tendría un apelativo que significaría ´Ciudad de los muertos´. También nosotros hablamos de la ´Necrópolis´, pero es una voz que no tiene visos de prosperar, a pesar de que su relevancia arqueológica ha merecido el título de Patrimonio de la Humanidad. La memoria de los viejos molinos es más reciente y bien está que siga dando nombre a la colina.

El Puig des Molins, en todo caso, es uno de los pocos lugares que, a pesar de su proximidad a la ciudad, se ha conservado sin apenas cambios desde los tiempos antiguos, precisamente por su condición de antiguo cementerio, aunque con ello no quiero decir que la imagen que tenemos hoy coincida totalmente con la de hace 50 o 60 años, cuando éramos niños y el lugar era un espacio abierto de marcada ruralidad como demuestran algunas fotografías en las que vemos rebaños de ovejas entre olivos, almendros, algarrobos y algunas higueras. En la zona sur y más alta de la colina, junto a la calle de Lucio Oculacio, todavía existe una casa payesa que ha podido rehabilitarse y que confirma el aprovechamiento agropecuario que tuvo el lugar.

El misterio de que tantos árboles medraran ufanos en una colina que es toda de piedra me lo aclaró un día don José María Mañá, el antiguo director del Museo, cuando me explicó que los árboles crecían en las cavidades excavadas por los púnicos para sus enterramientos, enormes fosas que el tiempo o la mano del hombre colmató de tierra. «Aquí, donde crece un olivo -decía-, hay siempre un hipogeo». Fue algo que comprobé después, cuando, con linternas y una cuerda-guía, dos o tres amigos entramos en aquellas bocas oscuras para ver si encontrábamos alguno de los tesoros que, según se decía, los púnicos dejaban junto a los difuntos. También circulaba la leyenda de que una de aquellas fosas, a través de un túnel, salía, intramuros, dentro de la ciudadela, pero lo único que descubrimos nosotros es que muchas de aquellas cámaras estaban conectadas y creaban un intrincado laberinto. Hoy me alegro de que en tan inconscientes exploraciones no encontráramos nada, salvo algunos fragmentos de pasta vítrea que le llevamos a don José María, una pésima ocurrencia, porque, en vez de mostrarnos su satisfacción por el hallazgo, nos soltó una filípica en la que por primera vez oímos la palabra ´incivismo´ y que, por miedo a que el asunto llegara a nuestros padres, acabó con nuestras felices incursiones. El único recuerdo imborrable que conservo de aquellas fechorías fue el de una vez que nos topamos con dos sarcófagos vacíos de piedra marés, de una sola pieza, en una cámara que nos pareció siniestra, no tanto por las tumbas, sino porque estaba atravesada por enormes raíces que nos confirmaron la teoría de don José María que relacionaba árboles y tumbas. Algo que después han confirmado las excavaciones que ido sacando a la luz nuevos hipogeos en la medida en que los árboles han ido desapareciendo.

Hoy, la colina está mucho más desnuda que ayer y me pregunto si en donde quedan todavía olivos, hay aún hipogeos sin abrir. La Necrópolis se rodeó años después con una valla, para preservarla y hoy es un lugar que nos infunde un respeto casi religioso en el que experimentamos algo difícil de explicar, tal vez porque volvemos a ver el lugar como lo que de verdad era, y sigue siendo, una necrópolis, la ciudad de los muertos, un espacio mítico de desnuda belleza que está cargado de misteriosas resonancias.

Muchas veces he pensado que aquellas gentes enterraban a sus muertos sin modificar la ruralidad del paisaje, algo muy distinto a nuestros horribles cementerios con sus enjambres de nichos y sus tétricos panteones. A través de lo que los arqueólogos explican y nos muestra la Necrópolis y su museo, hoy sabemos la importancia que los púnicos daban al último viaje al Más Allá del difunto, razón de los objetos que le dejaban para que se sirviera de ellos. Es difícil no dejarse llevar por la fascinación de los rituales que sin duda tuvieron sus inhumaciones y de las que, sin embargo, tan poco sabemos. Yo imagino una procesión funeraria al atardecer, saliendo de la ciudadela por la puerta de poniente, hacia la Necrópolis, el reino oscuro de Muth. Envuelto el cadáver con blancos sudarios sobre parihuelas que llevaban a hombros y precedido el sepelio por sacerdotes y plañideras, llegarían a la colina con las últimas luces y, dándose luz con antorchas, bajarían al finado a la cámara excavada en la roca, lo colocarían con ternura en el sarcófago de piedra y elevarían sus rezos a Tanit y Bes, a Isis, Osiris y Anubis, a Deméter y Core. Alguien dejaría sobre la losa sepulcral una flor y un huevo de avestruz, vaso votivo y símbolo de vida adornado con el cinabrio rojo de sangre que significaría su esperanza de que hay vida más allá de la vida. ¡Cuántas escenas similares no habrá visto este mítico y silencioso lugar!