Otra cosa es la relación que tenemos con ellos, casi afectiva porque está cargada de recuerdos, quienes habitamos la isla.

De vez en cuando, suelo visitar el Cementeri Vell que conocíamos como Fossar de ses Figueretes y que en los cincuenta del siglo pasado quedaba todavía lejos de la ciudad, junto al molí de ses Coves. Hoy es un cementerio engullido por la barriada de es Viver que solo identificamos por los cipreses que sobresalen sobre el enjalbiego de sus tapias y comparte inhumaciones con el cementerio nuevo de ses Roques Altes que, a finales de los sesenta, se construyó entre el puig de Cas Damians y el de Cas Escandells. Mis esporádicas visitas al cementerio viejo tienen motivos sentimentales, algunos inconfesables, recuerdos que, no sé por qué, la memoria todavía retiene. El lugar es ahora un espacio más limpio y ordenado que el que conocí cuando era niño. Al utilizarse menos, hubiera podido sufrir un cierto abandono, pero no ha sido así. No les invitaré por ello a visitarlo, pero puedo asegurarles que su paisaje no es en absoluto deprimente. Abundan las flores en la tumbas y solo se oyen relajantes los zureos de palomas que anidan en los nichos vacíos y el piar de los gorriones apostados en las cruces o saltando sobre los túmulos buscando gusanos. En el Cementeri Vell la sensación de reposo es absoluta y se cumple lo del descanso eterno.

Con un arco de medio punto que mira al mar por levante, la entrada del fosar arranca en una calle principal que a uno y otro lado tiene panteones familiares, capillas todas iguales pero muy aparentes, con vanos góticos y sencillos relieves ornamentales. La calle está enlosada y desemboca en una plaza tan recoleta y acogedora que me hace pensar que, en algún momento, saldrán a tomar el sol y dar de comer a las palomas los difuntos. Es un cementerio, en fin, que a pesar de la gravedad propia de su condición, tiene un aire tan familiar que uno se siente como en casa. En el centro de la plaza y sobre una columna se conserva la Creu Blanca, mojón que abría en la Marina la primera Estacada -como recuerda el carrer de la Creu- y en el fondo de la plaza hay también una capilla con un Cristo de madera del siglo XVII.

En cuanto a los recuerdos que tengo del cementerio, pueden resumirse en cuatro flashes. Mis primeras visitas fueron las acostumbradas del Día de Difuntos, cuando acompañábamos a nuestros mayores que limpiaban las lápidas, barrían las calles, sustituían las flores secas por flores frescas y sacaban brillo a los metales con Sidol. Como compensación a tan luctuoso cometido, a nosotros nos permitían hacer más amable el camino desde la ciudad con un cucurucho de castañas que, eso sí, debían desaparecer antes de llegar al cementerio. De él me dijo mi padre que era tierra sagrada y que por eso también se le llamaba ´sacramental´ o ´camposanto´. Y me enseñó un fosar anejo que me impresionó porque era una guisa de descuidado corral de tierra sin bendecir al que iban a parar los que no morían en gracia de Dios, fuesen ateos, ahogados o suicidas. Mi segunda visita al Cementerí Vell fue de vergüenza ajena. Los componentes de la tuna del instituto estuvimos una noche dando la matraca al vecindario de ses Figueretes, que nos llamó a retreta, y uno de nosotros tuvo la brillante idea de darle una serenata a los muertos que no habían de protestar nuestro recital. Y ciertamente no se quejaron, pero tampoco nos aplaudieron.

Y recuerdo todavía otra visita que, siendo menos alocada, fue menos alegre. Mientras estudiaba Teología con la peregrina idea de ser sacerdote, cursaba estudios de ATS por aquello de no vivir del momio eclesial y, aconsejado por el profesor de Anatomía, solicité autorización al forense de la Marina que entonces era el doctor Labarta, para proveerme de algunos huesos en la fosa común. Así me hice con una calavera que, con todo respeto, tuve en lejía tres días y que después me sirvió para estudiar con detalle el occipital, los parietales y los demás huesos craneales. Todavía la conservo y pienso que tendré que hablar con el sepulturero para que me permita dejarla donde la encontré. El problema es que, al vivir en Barcelona, tendré que esperar a ir a Eivissa en barco porque si lo hago en avión, los ´civiles´ del control de equipajes no atenderán a explicaciones.

Visitas más instructivas

Hoy, mis visitas al Cementeri Vell son más esporádicas y relajadas. Y más instructivas. Hace unos días, en mi última visita, hilé conversación con un anciano, viudo, natural de Tarragona pero vecino de Vila, donde vive con su hijo y que un día a la semana acude para charlar un rato con su esposa -eso me dijo- fallecida hace ya 7 años.

„Què, com anem?? „le pregunté„. Què diuen per aquí?

„Ja ho veu, aquí no diuen res! I aquesta gent no en té, de bones noticies!

Me comenta que el cementerio le gusta porque está dentro de la ciudad y sólo una tapia separa la vida de la muerte; que la manía de alejar los cementerios de las ciudades responde a razones de higiene y por aquello de olvidar a la Parca. También me dice que los cementerios desparecerán porque se impone la bárbara costumbre de quemar a los muertos; y que hoy ya no se construyen panteones, ni aquellas soberbias esculturas con ángeles custodios pidiendo silencio. Construir un panteón o un hipogeo -comenta- antes era un signo de consideración y algo tan necesario como tener un amarre en el Club Náutico o un palco en el Pereira. Se partía de la base de que uno, llegado el día, sería usufructuario de aquella última y definitiva propiedad. Ahora la gente no piensa en estas cosas, como si nadie tuviera que morirse.

Asiento con la cabeza, pero le doy otra razón para que los panteones desaparezcan:

„«Jo crec que el panteó era una marmorització del diner i que la gent no vol aparentar, no vol que la seva relació amb el fisc empitjori».

„És un llàstima „responde„. Què vol que li digui? A mí, m´agradaven aquells cementiris amb dramàtiques i bellíssimes escultures.

„Ja ho pot ben dir! „me despido, mientras me alejo resignado„. Jo també ho sento que desapareguin els cementeris de tota la vida!