«Eivissencs i formenterers hem tengut sa nomenada de bons festejadors. Qualsevol lloc era bo per fer sa xarradeta».

´Anar a festejar´.

Joan Marí Tur

Hablar sin condicionamientos del festeig o cortejo en el medio rural de Ibiza y Formentera no es fácil porque esta modalidad de emparejamiento ancestral, profundamente enraizada, sin orígenes conocidos y que se mantuvo hasta finales de los años cincuenta del siglo pasado, ha hecho correr ríos de tinta que, por lo general, han subrayado sus aspectos más escabrosos, anecdóticos o folklóricos y, lo que es peor, describiendo esta costumbre fuera de contexto, un grandísimo error porque la interpretación del festeig sólo puede hacerse desde dentro, es decir, desde su circunstancia. Cualquier otro enfoque nos dará una visión equivocada. Para entender el festeig tenemos que retroceder a tiempos en los que las gentes de nuestros campos vivían un acusado aislamiento que no venía provocado por el hecho de habitar una isla, sino por la insólita dispersión de las casas que, como esparcidas al tresbolillo y separadas unas de otras, eran verdaderas ´islas´ en la isla, situación que creaba una dificultad relacional evidente y que, con el tiempo, generó rígidas pautas de conducta. Hasta tal punto que los encuentros que se producían entre amigos y vecinos al salir de la misa dominical o en celebraciones -fuesen xacotes, bailes junto a pozos y fuentes o matanzas- tenían carácter de acontecimiento. En aquella sociedad cerrada, la mujer que salía de la adolescencia y devenía casadera tenía muy contadas posibilidades de romper su natural enclaustramiento. Contactar con jóvenes del sexo opuesto estaba mal visto, particularmente cuando cualquier forma de relación se traducía inmediatamente en compromiso y estaba vetada si no contaba con el beneplácito de los padres de la joven, autorización que sólo se conseguía si se respetaba, precisamente, el ritual perfectamente pautado del festeig.

Los jóvenes que se interesaban por una moza debían solicitar a sus padres permiso para cortejarla, cosa que debía hacerse siguiendo el procedimiento que marcaba la tradición y que, eso sí, tenía la ventaja de ofrecer las garantías necesarias, no en vano el galanteo transcurría bajo estricta vigilancia. En el porxo de la casa, dos días a la semana, en las atardecidas, los aspirantes acudían y, en riguroso turno, bajo el discreto pero atento espionaje de la madre o la padrina que se quedaba en la penumbra del rincón opuesto de la sala, sentados uno al lado del otro, el pretendiente y la moza pelaban la pava con susurros y gestos que excluían el más leve contacto físico que se hubiera tenido por temeraria desvergüenza y, sobre todo, como inequívoca señal de compromiso. El caso era que, mientras cada enamorado se volcaba en su galanteo, los demás candidatos, más o menos pacientes o impacientes, esperaban tanda jugando a las cartas o explicándose aventuras en la porxada de fora o en el entorno de la casa. Todos los aspirantes disponían del mismo tiempo de cortejo y si alguno lo excedía, el que esperaba vez lanzaba una piedrecita de aviso al olvidadizo romeo para que ahuecara el ala. Y aquella advertencia era sagrada. Ese sistema permitía que la chica conociera poco a poco a sus admiradores y, sobre todo, que los conocieran sus padres -particularmente su madre- que era, por lo general, quien convencía a la chica de lo que mejor le convenía. En otras palabras, los padres la casaban.

Esta peculiar forma de cortejo no era la única forma de emparejamiento, aunque sí la más común y, tiempo atrás, había tenido una insólita variante en el festeig a quantra que permitía a la moza recibir los requiebros de dos pretendientes a la vez, circunstancia delicada porque, en tal caso, debía tratarlos de manera que ninguno se viera con ventaja o, por el contrario, menospreciado. Otras formas de cortejo menos habituales -posiblemente posteriores, pues descubren cierta relajación- fueron anar de finestres, de revetlla, de balls a fonts i pous o l´acompanyament pel camí de missa.

El festeig al porxo, sin embargo, era el que se llevaba la palma y sólo finalizaba cuando al formalizarse la elección de un candidato -situación que se conocía como donar es boc-, la chica ya no se prestaba al cortejo. Era el momento en que entraba en juego el mediador, una persona respetada que podía ser el médico o el cura y que se encargaba de intercambiar entre las dos familias intereses y mensajes hasta llegar a un acuerdo que se ratificaba con la entrega de penyora, presente del novio que podía ser un anillo, broche, mantón, rosario, collar o botonadura de gala. También era importante el apretón de manos entre los suegros. Jorge y Paula Demerson en su ensayo ´Sexo, amor y matrimonio en Ibiza durante el reinado de Carlos III´ recogen tal hecho: «En presencia de testigos, se han dado por tres veces la mano en prueba y señal de fe y palabra de matrimonio».

A partir de este compromiso, el pretendiente era ya prometido y podía acompañar públicamente a su pareja, situación que los demás pretendientes, por una cuestión de honor y tradición, estaban obligados a respetar. Y ya que hemos insistido en el carácter singular del festeig, acabaremos diciendo que no es menos sorprendente la costumbre que, en tiempos más antiguos, seguía al casorio. Me refiero al hecho de que, una vez celebrado el matrimonio, los esposos volvían a la casa de sus respectivos padres y sólo después de unos días, entre 5 y 15, empezaban a cohabitar bajo un mismo techo.

También cabe decir que, cuando no existía acuerdo, a los jóvenes les quedaba la alternativa de sa fuita, el rapto consentido por la moza y que, para evitar mayores males, doblegaba a una y otra familia y permitía finalmente el casamiento.