La barrera de metacrilato que la Autoridad Portuaria colocó en el último tramo de los muelles por razones de seguridad -fue lo que nos dijeron-, dio al traste con la función que los Andenes tenían como paseo.

Aquel ominoso cerramiento arruinó la secular costumbre que los habitantes de la ciudad teníamos de ver llegar y despedir el barco-correo, maniobras que en tiempos fueron un espectáculo celebrado. La expectación nos llevaba, incluso, a esperar el barco en la escollera o en la rotonda del faro. Y si llegábamos tarde a los muelles, nos conformábamos con atisbar las altísimas chimeneas de los buques que, sobresalientes, antes de entrar en puerto, se paseaban en una imagen surrealista sobre el dique del rompeolas hasta alcanzar la bocana del puerto y enfilar el atraque morosamente, tal y como advertía un graffiti en la pared exterior del malecón: «A marcha moderada». Aquella lentitud era obligada para que don Camilo, el práctico del puerto al que una barca acercaba a la banda de babor del buque, pudiera subir por la precaria escalera de mano que le lanzaban desde la cubierta. Si la mar estaba movida, era una operación de especial atractivo porque, con el bamboleo del buque y de la barca, la escalada de don Camilo adquiría aires circenses. La intervención del práctico era reglamentaria y obligada por el constreñimiento de la bahía que tenía su norte ocupado por la Barra, aguas someras por los fangos que desaguaban las acequias de ses Feixes, los huertos del Pla de Vila. El puerto disponía en su entrada de un estrecho canal y un espejo de agua con fondos de sólo seis o siete metros en los que los grandes paquebotes se las componían para entrar o salir de los muelles. Al zarpar un buque, la operación del práctico se invertía: abandonaba el puerto a bordo del buque y, sólo cuando enfilaba la bocana, bajaba por una escala de cuerdas a la barca que acudía a recogerle. Aquella limitación de la bahía se aliviaba periódicamente con dragados, pero las acequias siempre acababan colmatando los fondos en una historia de nunca acabar.

Otro momento decisivo del atraque de los buques era soltar el ancla en el punto exacto que don Camilo fijaba. El «dra-dra-dra» de la cadena fue un sonido que, a fuerza de repetirse, retenemos clavado en la memoria. Y luego estaba el desembarco, la colocación de la pasarela y la subida acelerada de los maleteros, que competían en bajar los equipajes. Algunos de aquellos esforzados ganapanes eran capaces de cargar en un mismo viaje no sé cuántos bultos entre valijas, baúles y maletones. En aquellos días empezaban a llegar los primeros turistas que eran un motivo añadido de curiosidad, entre otras cosas, porque las modas venían con ellos. Seguía la fiscalización de la improvisada aduana, una mesa protegida por unas vallas de madera en la que los carabineros, circunspectos y enguantados, violaban el interior de los equipajes y, cumplida su misión, marcaban el exterior de los bultos con una tiza. Y cuando el desembarco del pasaje terminaba, sin nada mejor que hacer, podíamos quedarnos a ver la comprometida descarga de vehículos o caballerías que se hacía con una red, recogiendo las ruedas de los coches o la barriga, en su caso, de mulas, yeguas o caballos. Los animales bajaban tan espantados de su vuelo que las patas apenas les sostenían cuando tocaban suelo. También recuerdo que, cuando se embarcaban cerdos, los marranos subían por una rampa. Alguno dio en el agua porque se atropellaban en sus empellones y se dio incluso el caso de un cerdo escapado que se perdió por la Marina, perseguido por su dueño y por una tropa de curiosos que en la carrera tuvieron la diversión asegurada, una circunstancia en absoluto despreciable porque entonces eran pocas las distracciones que ofrecía la ciudad. La bahía, el puerto y los muelles que vemos ahora tienen poco que ver con los de aquellos días. Tampoco las maniobras son las mismas. Las mercancías viajan ahora clausuradas en contenedores que grandes camiones dejan en el vientre de los grandes barcos en una operación blindada y anodina. Los cambios en las últimas décadas han sido tan radicales que todo hace pensar que, eliminada la barrera de metacrilato y recuperados los Andenes como paseo, aquella costumbre de las bienvenidas y las despedidas no se repetirá. No sólo porque han perdido los alicientes que tenían, sino porque otros menesteres nos tienen suficientemente entretenidos. Pero precisamente porque aquella costumbre pintoresca y entrañable ha caducado, la traemos a cuento.

Rollos de papel

Y no quiero cerrar estas imágenes del puerto sin recordar otra insólita rutina que se impuso en los años 60 y 70. Como las despedidas siempre han sido odiosas, en Ibiza nos inventamos una forma de decir adiós escatológica y festiva. Acudíamos al muelle con varios rollos de papel higiénico de distintos colores que entregábamos al amigo que dejaba la isla. Una vez a bordo, desde la cubierta, el viajero retenía un extremo del papel y nos lanzaba el rollo a los que estábamos abajo. La cuestión era, a partir del momento en que el barco soltaba amarras y se separaba, ir liberando papel de manera que entre los que se iban y nosotros se mantenía un vínculo que, inevitablemente, según el barco se alejaba y se consumía el papel, se rompía en serpentinas que terminaban en el mar.

Aquellos sorprendentes y alegres adioses mitigaban la agridulce circunstancia de las despedidas y provocaban la consiguiente algarabía.

Aquellas partidas, en todo caso, confirmaban el talante posesivo de la isla: los viajeros siempre se iban cargados de nostalgia, con caras largas, mientras estaban más alegres los que se quedaban. Y es que, ya entonces, Ibiza era una fiesta. Tal vez por eso, la sensación de pérdida era algo que el viajero no podía evitar y su único consuelo era pensar en regresar. Conforme el barco se alejaba, el viajero, sin querer, visionaba en su interior los días pasados en la isla.

El sol, el mar, la luz, los amigos, todo se solapaba en un feliz caleidoscopio que habría de servirle -aunque entonces él no lo sabía- para aliviar los malos momentos del invierno que estaba en puertas.