El hecho de que el cura ´supiera de letras´ -como se decía- y no tuviera que doblar el espinazo para ganarse las lentejas, era una circunstancia que despertaba en su parroquia sentimientos ambivalentes de envidia y admiración. Si el pueblo era de mediano tamaño -caso de Santa Eulària del Riu, Sant Josep de sa Talaia o Sant Antoni de Portmany- mossènyer formaba parte de las ´fuerzas vivas´ junto al médico y el jefe de puesto de la Guardia Civil, tríada que configuraba la élite rural. Hoy las cosas han cambiado y la falta de vocaciones hace que gobiernen las parroquias sacerdotes forasteros, pero entonces, en el siglo pasado, el Seminario Conciliar de Vila tenía sus aulas llenas de chavales que procedían casi siempre de familias rurales, hecho muy positivo porque el cura, después, en su parroquia, conocía perfectamente la mentalidad payesa con sus virtudes, vicios y costumbres.

En cuanto a la visión que la feligresía tenía del párroco dependía mucho del talante de éste. Por lo general, se le respetaba y se le tenía por la persona sencilla, cercana y abnegada que era, tal vez un poco paternalista, pero siempre cargado de buena fe y eso sí, envuelto de cierto misterio por los poderes que tenía conferidos y por su papel mediador con el Más Allá. El caso era que mossènyer estaba presente en todo el recorrido vital de sus feligreses, no en vano los bautizaba, les administraba la primera comunión, los alentaba y abroncaba en el sermón dominical, los casaba y los despedía con la extremaunción. Y más allá de la parafernalia sacramental, tenía asimismo un absoluto protagonismo en muchas otras prácticas heredadas posiblemente de religiones anteriores o ritos paganos, pero muy ligadas a la vida cotidiana de las gentes.

Era el caso, por ejemplo, de la bendición de los animales a los que, bajo el patrocinio de San Antonio, aseguraba salud y fertilidad, un rito que hoy se sigue celebrando con más euforia festiva que verdadera creencia, posiblemente porque los consuelos zoológicos no se le atribuyen tanto al santo como al veterinario, cosa que resulta tranquilizadora.

Rogativas y procesiones

Mossènyer intervenía también con rogativas y procesiones para que los cielos aliviaran con lluvias los campos exhaustos y, entre otros oficios, en los que el cura era un epígono evolucionado del hechicero tribal, estaba la salpassa, larvado rito de antiquísimas creencias. En este caso se trataba de bendecir, una por una, las casas de la parroquia que se aspergiaban aplicadamente con agua bendita, dejando montoncitos de sal en los rincones para conjurar a los demonios. Era una liturgia que se hacía con la colaboración del monago de turno que en un cesto recogía, de la familia visitada, el pago en especies de los domésticos exorcismos y que colmaba la despensa parroquial con huevos, frutas y alguna gallina.

La palabra cura tiene posiblemente alguna relación con curandero, en referencia a los poderes ejercitados en la curación del cuerpo -uno de los objetivos que se perseguía al bendecir los animales- y también de las almas, con milagrosos latinajos que han sustituido las palabras mágicas de ritos arcaicos. Pero el cura en los pueblos era, sobre todo, un vecino más. Jugaba a las cartas en el bar y, en algunos casos, empinaba el codo con particular resistencia. Sé de algún rector al que señor obispo trasladó a otra parroquia por ver si así cambiaba de costumbres. Y de cuando viví en Sant Joan de Labritja también recuerdo que mossènyer era muy bueno buscando espárragos y tan experto capador que los payeses requerían su buena mano para cercenar los genitales de los cerdos. Y sé de otro rector que tuvo casas de abejas y fue un experto apicultor. Y en tiempos más recientes conocí a un buen cura ovejero, santamente empecinado en mejorar la cabaña borreguil con una raza extranjera de más lana. Hemos tenido, en fin, curas que, por la singularidad de su talante, por sus dichos y sus hechos, han entrado casi en la leyenda. Sería el caso de personajes como Mossèn Pallarés y Mossèn Micolau.

Aventuras subidas de tono

De algunos curas se cuentan aventuras subidas de tono que no me atrevo a explicar aquí, pero sí puedo decir que las habladurías sobre tan benditos personajes se han centrado, las más de las veces, en su dificultad para mantener con discreción su condición celibataria, razón de los chismorreos y de las humorísticas canciones que refieren sus frenéticos y cómicos escarceos. Siempre ha sido motivo de broma, por ejemplo, la relación del señor rector con su sirvienta o mayordoma. Es conocido, por ejemplo, el chascarrillo del obispo que decretó que las sirvientas de las casas parroquiales tuvieran siempre más de 40 años, circunstancia que esquivó un párroco espabilado contratando los servicios de dos criadas de 20 años cada una. También se cuenta el patinazo de otro bendito reverendo que, al salir de misa, comentó con espontáneo descuido la tormenta de la noche anterior, cuando se despertó sobresaltado y dijo: «Margalida, sents com trona?». Los feligreses que conversaban con él disimularon como pudieron, pero el silencio se cortaba con un cuchillo. Y basta repasar, sin ir más lejos, las glosas eróticas que en su día publicó Editorial Mediterrània para encontrar perlas como éstas que nos descubren la opinión que, en algunos casos, -los menos, conviene reconocerlo-, los feligreses tenían del rector de su parroquia: «Es capellà Micolau / sempre va amb ses garres brutes, / i es cap de sa fava blau / de tant d´anar a ca ses putes». O aquellos otros versos: «Vaig sentir un ca udolar / de darrera una savina, / i va ser un capellà / que es tiraba una fadrina». Dicho sea, por supuesto, con todos los respetos.