Sólo la memoria nos hace conscientes, es decir, humanos. Y sin embargo, una y otra vez ignoramos o despreciamos el pasado. Creemos que lo hemos dejado atrás y que ya no existe pero no es del todo cierto, porque el pasado, a pesar de los cambios que conlleva el paso del tiempo, sobrevive no sólo en cada uno de nosotros, sino también en los paisajes, en las ciudades y en las gentes que las habitamos. Las arquitecturas, el saber, las costumbres y la misma tierra, retienen huellas inequívocas del pasado que, más que tiempo-ido, es tiempo incorporado. Podríamos decir que nunca abandonamos del todo el pasado que, mientras vivimos, va con nosotros. Por eso es saludable tenerlo presente. El pasado nos sitúa y nos explica.

De aquí nuestro empecinamiento en descubrir el ayer en el hoy, un pasado-presente que se enriquece según vamos consumiendo calendarios. «En parlar des temps i de sa gent que vam conèixer -me decía un amigo- podríem començar es matí, acabar a sol post i ben segur que no ho diríem tot». Y así es. Cuando recordamos, todo lo que hacemos es recomponer un cuadro con pinceladas gruesas, a sabiendas de que no pasaremos del esbozo. Entre otras cosas, porque muchas circunstancias que ahora retrotraemos como significativas, entonces, por ser familiares y cotidianas, las vivimos sin darles importancia. Las pasamos por alto y el tiempo dejó sobre ellas una capa de tierra, un olvido, que ahora cuesta mucho eliminar. Pero tratar de conseguirlo sigue siendo incitante, sobre todo cuando hablamos de lugares en los que fuimos felices y que nos dicen no sólo cómo fuimos, sino por qué somos como somos.

En pocos años, las cosas han cambiado hasta el punto de ser, en muchos aspectos, difícilmente reconocibles. La ciudad de Ibiza que recuerdo era rural y marinera, vivía de la agricultura, de la pesca y de lo que nos llegaba por mar. Después, sin que apenas nos diéramos cuenta, mejoraron las comunicaciones, llegó el turismo y la vida se fue transformando con una creciente aceleración que, en sólo unas décadas, nos situó en lo que eufóricamente llamamos "progreso". Aquel progreso consistía en que empezamos a disfrutar, también en los pueblos, de cosas que no teníamos antes: agua corriente, luz eléctrica, neveras, lavadoras, coches... La nueva situación nos deslumbró, pero enseguida nos adecuamos a ella por una razón principal de comodidad, pues todo lo que antes nos había exigido un gran esfuerzo, ahora lo hacían ingeniosos artefactos que, reconozcámoslo, nos cambiaron la vida. Y aquello era bueno.

Pero algo se nos pasó por alto aquellos años de alucinada metamorfosis. No nos dimos cuenta del error que suponía despreciar en bloque todo lo que nos había dado el viejo mundo. Y sucedió que, junto a lo superfluo, inútil o innecesario, junto a cosas que dejaron de tener función y sentido, -carro, botijo, quinqué y tabla de lavar-, dejamos escapar por el tubo de desagüe algunos otros elementos que no reconocimos, en su justo valor, como esenciales y defensivos. Esenciales porque nos definían. Y defensivos porque nos hubieran protegido contra el implacable uniformismo que finalmente domina. Acudamos, por ejemplo, a la ciudad. Vila era un villorrio de sólo doce mil habitantes, pero era diferente a cualquier otro lugar. La tríada urbana que componían la Marina, la Penya y Dalt Vila conformaban un conjunto armónico y cargado de sentido. La Marina, barrio comercial, era el nexo con el medio rural a través de la Plaza de verduras y frutas. La Penya, barrio de los pescadores, nos proporcionaba el nexo con el mar y tenía su epicentro urbano en la Pescadería. Y por encima de la Penya y la Marina estaba Dalt Vila, el núcleo urbano original y originante, el mastelero de la nave de piedra que en su Templo Mayor era el nexo con lo trascendente y con el tiempo que pasa, simbolizado por el reloj catedralicio y su tremendo literal, Última multis. En aquella Ibiza estaba -y está todavía, a pesar de la mixtificación de la Marina, el deterioro de la Penya y la momificación de Dalt Vila-, la autenticidad del lugar. Aquella ciudad era única y lo sigue siendo. Me pregunto, en cambio, quién puede hoy identificarse con un Ensanche que se confunde con el de cualquier otra ciudad. Caminamos por sus calles, Aragón, Navarra, Cataluña o Extremadura, y podemos creer que estamos, pongo por caso, en Albacete, Murcia o Castellón. Y no ha sido nuestro mayor problema. Porque lo que hemos dejado que sucediera en nuestras calles, ha sucedido también en nuestros paisajes y nos ha sucedido también a nosotros. Todo ha cambiado para confundirse y confundirnos. Y lo cierto es que nos hemos dado cuenta demasiado tarde. Es cierto que hoy nos remuerde la conciencia y tratamos -no todos- de recuperar lo recuperable, pero no es menos cierto que algunas situaciones son ya irreversibles. En mi modesta opinión, el esfuerzo por retener lo que nos identifica debería ser, si cabe, más exigente y, por supuesto, menos folklórico. No se trata, se ha dicho mil veces, por utilizar Dalt Vila como ejemplo, de convertir la Ciudad Alta en un escaparate para turistas. Se trata de convertirla en lo que fue, un barrio más de la ciudad. Concluyendo: hemos caído en la cuenta de que, si no queremos diluirnos, aquello que nos definía como pueblo y cultura en el viejo mundo puede y debe seguir definiéndonos hoy. Quiero pensar que estamos en ello.