Estas notas sólo pretenden levantar la liebre y provocar nuevas y más documentadas aportaciones. Como en otros tantos aspectos de nuestra historia local, la insularidad ha jugado un papel determinante en la relevancia y singularidad de nuestras artes y oficios populares. El primer dato que conviene tener en cuenta es que Ibiza y Formentera, por su estratégica situación, tuvieron un despertar temprano, adelantado al que tuvieron, siglos después, otros enclaves de su entorno. Me gusta recordar que, mientras los habitantes de Mallorca y Menorca vivían en chozas y cuevas excavadas en escarpados farallones, vestían pieles de cabra y cazaban con jabalinas y hondas, en Ibiza, gracias a la colonización fenicio-cartaginesa y como las crónicas más antiguas recuerdan, «ya existía una ciudad de casas bien aparejadas y habitadas por toda clase de extranjeros, rodeada de murallas, con buenos puertos», factorías, astilleros y talleres, un comercio relativamente intenso con otras plazas púnicas o griegas y una geografía interior totalmente colonizada en la que ya teníamos un desarrollo agrícola significativo (Diodoro Sículo, V, 16-18 y Estrabón, III, 5, 12).

La isla, por otra parte, en tanto que lugar de tránsito obligado, asimiló los conocimientos que fueron dejando los pueblos que sucesivamente se asentaron en ella -fenicios, cartagineses, romanos, árabes y catalanes- creando así una sabiduría, una tradición y un saber hacer popular que se consolidó con aportaciones propias que personalizaban y adecuaban a su particular circunstancia todos aquellos conocimientos y artesanías que les llegaban. Aquella diligente absorción cultural respondía a la necesidad de que los ebusitanos tenían, por su mismo aislamiento, de ser autosuficientes, autónomos, capaces de resolver por sí mismos cualquier problema que les planteara la vida cotidiana. Y esta circunstancia es la que, poco a poco, conformó un personaje admirable que, todo a un tiempo, trabajaba la piedra, la arcilla, la piel, la madera o el esparto. Desde entonces y hasta no nace mucho, nuestro payés ha sido constructor, agricultor, pescador, carpintero y carbonero, un hombre, en fin, capaz de construir una casa, excavar un pozo para obtener agua, trabajar el barro para dotarse de utensilios domésticos, hacer una mesa, un sombrero o un cesto. Y lo más sorprendente es que todo lo ha hecho bien. Sus trabajos han sido duraderos, eficaces y bellos. Lo mismo en la construcción de una casa que en la confección de unas alpargatas, lo que descubrimos en sus trabajos es siempre perfección, plasticidad y una factura delicada. Y la mayoría de nuestras artesanías tradicionales tienen también una extraña intemporalidad que posiblemente explica el revival que hoy experimentan las antiguas manufacturas, no importa que los motivos de su éxito sean sólo testimoniales, comerciales o meramente folklóricos. Es sintomático, por dar un ejemplo bien conocido, que los arquitectos del siglo XXI sigan encontrando inspiración y soluciones eficaces en el anónimo magisterio del payés-constructor.

Todo el secreto de esta relevancia y pervivencia de las artes y oficios tradicionales puede residir en el hecho de que en la memoria sobrevive la dilatada peripecia de un aprendizaje que se ha perfeccionado en el juego de error/acierto, y en la que el genio y el ingenio, la sensibilidad y la manualidad, han ido dando forma a todas las cosas que el hombre ha tenido que hacer, fuese una rueda de carro, azadas, platos o flautas.

Nada existe por casualidad en el universo de las formas que nuestro payés ha trabajado y mejorado continuamente, el techo plano de las casas, su horizontalidad, su respeto a la orografía, su estructura modular o su cerramiento, etc. Las formas han sido siempre una respuesta a las necesidades de cada momento y es evidente que en su elaboración se perseguía, por encima de todo, la funcionalidad. Lo que se hacía tenía que ser útil, tenía que funcionar. Cada forma que se creaba obedecía a este principio de uso y practicidad: la función determinaba la forma y la manualidad añadía exclusividad, porque cada cosa que se hacía era única, singular, irrepetible.

Proceso de producción

Mientras el operario de hoy es sólo un ciego eslabón en el proceso productivo mecánico y ha perdido la visión integral de lo que sale de la cadena de montaje, el artesano dominaba todo el proceso de producción, sabía lo que hacía de principio a fin y, lo que era más importante, tenía un profundo conocimiento de la naturaleza, las condiciones y las posibilidades de la materia que trabajaba. La situación, hoy, para bien y para mal, es distinta. El abandono de la vida agraria y la mecanización en todas las áreas productivas nos alejan cada vez más de la realidad que daba vida al trabajo de los artesanos.

Nuevas técnicas y nuevos materiales -los plásticos, sobre todo- han arrinconado la alfarería tradicional que, salvo muy contadas excepciones, sólo conserva, por sus valores culturales y estéticos, funciones museísticas y decorativas. Cántaros y jarras se utilizan hoy como floreros, las cazuelas pequeñas sirven de ceniceros y las grandes orzas y tinajas se aprovechan como tiestos en jardines y terrazas. Y no caben nostalgias. La cuestión que se nos plantea es muy simple: podemos dejar que la cerámica popular quede momificada y descanse en paz en los museos o podemos intentar su reconversión, salvando el oficio más antiguo del mundo y, por supuesto, la sabiduría y la belleza de sus formas.