En los primeros días de septiembre de 1912, cuando visitó Ibiza con su mujer por primera vez, Barrau tenía 49 años. Era ya un pintor reconocido, de sólida formación y en plena madurez, familiarizado con los movimientos artísticos europeos y en contacto con pintores de la talla de Casas, Sorolla, Malats, Rusiñol, Miralles, Villegas o Padilla y artistas como Albéniz y Rodin. A Ibiza llegó por casualidad. Un amigo suyo, Frederic Rahola, le habla con entusiasmo de la luz ibicenca y la calma insular, de nuestra arquitectura, nuestras gentes y la riqueza de nuestro folklore.

La llegada a Ibiza del matrimonio marca definitivamente su vida y la posterior obra del pintor. El impacto de la llegada es fulminante: «¡Aquí está mi pintura!», exclama en la proa del barco al doblar Botafoc. Y ya nada es igual. Alquilan un piso en Dalt Vila y deciden alternar su vida en Ibiza y en Caldetes, donde entonces vivían. Pasados dos meses, vuelven a Cataluña con cuadros ibicencos -Després de la sega, Salador de peix, Entre roques, Cavall a la quadra, etc.- que al año siguiente, 1913, expone en Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, todos óleos solares, exuberantes de color y de mucho carácter. Al regresar a España, el matrimonio combina periodos en Ibiza y Caldetes, con continuos viajes y exposiciones que se siguen entre 1915 y 1919, siempre con la luz y la atmósfera mediterránea de Ibiza como motivo principal.

Barrau se enamora del paisaje incontaminado de la isla, de las ancestrales costumbres de sus gentes, del enjalbiego bíblico de sus casas, de los acogedores pórticos de las iglesias rurales con sus arcos, bancos corridos y cisternas, de la indumentaria festiva de sus mujeres, de las callejas angostas y silenciosas de Dalt Vila, del cotidiano ajetreo de la Marina, el mercado y los muelles. Son espacios que, con sus fuertes contrastes de luz y sombra, le recuerdan la atmósfera oriental que había conocido en sus viajes a Marruecos. Y luego estaban los rostros curtidos y las actitudes del trabajo cotidiano de los payeses, los pescadores y las mujeres en interiores que le permitían cromatismos intimistas de extremada delicadeza, caso del El bany del nen, Dona en un porxo o Costura de noies.

A partir de 1920 hace un largo viaje a Buenos Aires, Sao Paulo y Nueva York. A su regreso, en 1926, cumple el encargo de un gran óleo -La batalla de las Navas de Tolosa- para el Saló de Sant Jordi de la Generalitat. De esta época son el formidable Matí de sol y l´Aiguadora, temas ibicencos que tuvieron una excelente acogida en la l´Exposició Internacional de Pintura y en la l´Exposició Universal de Barcelona. El pintor ya tenía 70 años y, cansado de ir y venir, en 1931 decide instalarse definitivamente en Ibiza.

Y es en su retiro insular donde vive su etapa más feliz y creativa, como lo demuestran sucesivas exposiciones. De este periodo, 1932-1935 son obras que presenta en la Galería Charpentier de Paris, Una costura de poble, Aiguaderes a la font, Noia enjoiada y Aiguader eivissenc, acuarela que adquirió Francesc Cambó. Barrau sigue trabajando durante la Guerra Civil y lo prueba su exposición en las Galerías Costa (Mallorca).

En los años cuarenta trata sobre todo escenas intimistas y cotidianas, interiores como Davant d´un mirall, Brodadores, El ganxet y Al costat del balcó, cuadros en que las figuras, casi siempre femeninas, aparecen junto a elementos como platos, jarras o frutas, que le permiten trabajar con potentes efectos matéricos y cromáticos de una gran variedad.

Es también en los años cuarenta cuando el matrimonio Barrau adquiere en Santa Eulària del Riu la que seria su última casa, y de esta etapa crepuscular son, por ejemplo, Munyint la vaca, l´Aiguader en un porxo, Segadora, Pescadors de gambes y Àmfores. Las cartas que en aquellos días escribe Barrau a su amigo Josep Cañadell, industrial de Terrassa, descubren que su salud es mala, pierde visión. En 1954 presenta su última exposición en Galerías Laietanas de Barcelona, con obras como Dones rentant a Santa Eulària, Dia de neteja o Ferrant un cavall, pero sus problemas de visión se agravan. «Cuando estoy a media sesión, se me enturbian los ojos y tengo que dejar de pintar», le escribe a su amigo Cañadell. No mucho después vuelve a escribirle: «Siento el desgaste físico, triste realidad de lo inevitable. (...) Después de 75 años de pintar, mi mano pierde tacto, se entorpece. Es hora de la retreta».

Día de limpieza, el interior de su casa, con la puerta del jardín abierta inundando de sol el interior que refleja en los mosaicos húmedos grandes matas de rosales floridos, fue el último cuadro que hizo Barrau. Poco después, deja los pinceles y pasa los días acompañado por la música y las lecturas de Berta, su inseparable compañera, que explica cómo el pintor le habla del pobre Renoir, que mandaba le atasen el pincel a su mano paralizada para seguir pintando.

Finalmente, el 25 de octubre de 1957, Barrau muere en los brazos de su mujer y, enterrado en el cementerio de Ibiza, finalmente encuentra tierra en el camposanto de Santa Eulària.

Berta escribió después una sentida biografía de su marido y se esforzó en conservar su memoria. Gracias a sus donaciones, hoy tenemos una muestra significativa de su obra en el Museu d´Art Modern de Barcelona, en el Museu Municipal de Terrassa y en Ibiza, en el Museu Barrau del Puig de Missa, en Santa Eulària. Un legado que, por su valor artístico y documental, debemos cuidar escrupulosamente. Me consta que en estos momentos -por convenio entre el Obispado, el consistorio eulaliense y el Consell- se están habilitando dependencias anexas a la iglesia del Puig de Missa que ofrecerán un espacio definitivo, acondicionado y más acorde con lo que merece el extraordinario legado del pintor. Entretanto, parte de su obra puede verse en el Museo Etnológico de Santa Eulària.