Cuando el ingeniero español García Martínez la construyó en 1763, se le dio el rimbombante nombre de Torre de la Punta de las Piedras de Cuenta, aunque al poco pasó a ser conocida como lo es hoy, es decir, como Torre d´en Rovira. A escasos doce metros sobre el nivel del mar, ubicada entre las muy concurridas playas de Compte y Cala Bassa, esta torre de defensa edificada en un pedregal plano –aunque para llegar a ella, a pie, se debe cruzar un pequeño bosque de pinos–, vigilaba con artillería la entrada de la bahía de Sant Antoni, pero sobre todo cuidaba de su vecina isla Conillera, donde era frecuente que desembarcaran sospechosos habituales de todo tipo y condición. Desde que, avanzado el siglo XIX, fue abandonada por el Estado, los sucesivos propietarios del terreno la han utilizado como vivienda y aún hoy continúa utilizándose como tal, lo que ha permitido su buena conservación.

Se da por hecho muchas veces que la Torre del Savinar, que vigilaba el otro gran islote de la zona, es Vedrà, es la que más historias ha conseguido atesorar, reales o ficticias, al menos desde que Blasco Ibáñez la convirtiera en escenario de su novela ´Los muertos mandan´ y la rebautizara con éxito como Torre del Pirata. Bueno, no se trata de una competición, claro, pero la Torre d´en Rovira puede presumir también de literatura y arte, como se demostrará a continuación.

Parque de los monumentos

Desde al menos 1923 –la primera referencia periodística aparece ese año– y hasta mediados de los años treinta, la Torre d´en Rovira perteneció a un pintor de Badalona llamado Evelio Torent Marsans, que pasaba en ella todos los veranos junto con su mujer, Consuelo Hernán. En poco tiempo, la pareja logró hacer de este lugar un estrambótico parque de atracciones, un divertido hogar y un museo al aire libre. Son numerosas las referencias periodísticas locales de la época en las que se describe a los protagonistas, así como el lugar y las actividades habituales. Y fueron también muchos los visitantes, ibicencos y forasteros, que acudieron en peregrinación.

Es Pallaret es el nombre de un pequeño islote que se encuentra enfrente de la torre, y muy pronto el ´hogar´ de los Torent pasó a ser conocido como el Califato d´es Pallaret y también como El ideal imperio d´es Pallaret. Don Evelio pasó a ser llamado el Gran Califa y doña Consuelo, Califina. No es difícil imaginar lo bien que se lo pasaba esta gente y lo mucho que se reía. Especialmente cuando llegaban las visitas. Porque, entonces, lo primero que hacía el quijotesco Gran Califa era izar una bandera, y después de un cordial recibimiento a los visitantes, les mostraba el lugar, el llamado Parque de los monumentos, creado por él mismo con las piedras de aquel erial, para finalmente, antes de despedirse, hacerles firmar en el libro de oro del Califato, que hoy valdría la pena buscar con tanta fe como se ha buscado el Códice Calixtino de la Catedral de Santiago.

Del Gran Califa escribe en Diario de Ibiza en enero de 1933 uno que pasó en verano por allí y dice de él que se trata de «un pintor humorista e irónico que tiene estudiado todo un protocolo para los que pasan cerca de la finca. Tiene una especie de parque con piedras y esculturas muy adecuado para escenificar el quinto acto del Tenorio». Cuando alguien se aproximaba, a pie, en barco, en bicicleta, en carro o más raramente en coche, «él iza la bandera rápidamente y ella saluda con las dos manos, y al entrar en la finca seréis condecorados y os rogarán después que firméis también en el libro de oro».

El parque pétreo ofrecía pequeños monumentos de muy diversos tipos, pero por otro visitante y cronista se sabe que llevaban nombres como, por ejemplo, ´Capitolio´, ´Circo romano´ –así que aspiraban no solo a ser califas, sino también emperadores– y ´Pila Milagrosa´. En este último monumento, las personas que visitaban por primera vez el lugar, recibían el bautismo.

Había también, esculpidas en las piedras, máximas morales. Y el parque, organizado como una pequeña ciudad, tenía avenidas con nombres como Aníbal, del Califato o simplemente del Embarcadero. Había incluso un comedor para lagartijas: estos reptiles, a determinadas horas y al toque de una campana, como animales amaestrados, se hacinaban en torno a tomates y otras verduras que eran entregadas por la mano siempre generosa y califal, ante la perplejidad y la satisfacción de los visitantes.

El Ateneo, Ebusus y asociaciones de excursionistas (ibicencas y catalanas) organizaban excursiones al Califato todos los veranos. «A diario llegan hasta allí excursionistas de todas partes», confirma La Voz de Ibiza en septiembre de 1934. Y también: «no hay visitante que no aproveche su estancia corta o larga en San Antonio para llegar hasta el Pallaret a admirar sus bellezas y a saludar a sus distinguidos habitantes».

Bromista y «bastante filósofo»

De todos los artículos publicados en la prensa local sobre el ´ideal imperio´ destaca sin duda el firmado por el ilustre político Bartolomé de Roselló. Se trata de un divertido texto en el que, con agudo ingenio, da cuenta de su visita en julio de 1935 en compañía de los jóvenes del catalán Club d´Esports de Muntanya. Después de describir el lugar y a los estrafalarios propietarios, elogia el menú al que fue invitado, consistente en «arroz a la Torre Rovira» y «conejo a lo Pallaret».

Pero no vayan a creerse que, aunque todos se reían mucho allí con ellos, el Califa y Califina no eran merecedores de respeto y alabanza. Más allá de las bromas y de los disfraces con los que recibían a todo el mundo, Evelio Torent y Consuelo Hernán eran muy admirados y, al acabar el verano, cuando la pareja se disponía a regresar a Badalona, donde él era Catedrático de la Escuela de Pintura, se organizaba siempre en su honor, en la ciudad, una gran cena de homenaje con la presencia de algunos de los hombres más ilustres de la sociedad ibicenca.

Y es que puede que don Evelio y doña Consuelo fueran unos excelentes humoristas o que a ambos les faltara ya algún tornillo, pero cuando empezaron a venir por Ibiza, a principios de los años veinte, cercanos los dos a la cincuentena, ya habían vivido en París durante quince años, codeándose con los mejores pintores, y habían pasado también largas temporadas en Nueva York y en Roma. En todas estas ciudades había expuesto con más o menos éxito sus cuadros impresionistas Evelio Torent Marsans, un hombre que, según escribe otro de los cronistas locales que visitó el Califato, «era bajito y delgado, cara juvenil y muy expresiva, con una mirada clara que os descubre un carácter bondadoso y afable. Al tratarlo se adivina en él a un tipo originalísimo y personal. Es muy humorista y bastante filósofo».