La carretera permanece vacía y los que no defienden su posición con vistas al desfile con el que Sant Josep celebra la fiesta de Sant Isidre se entretienen en el mercadillo artesanal. Maria, de seis años, consigue que su abuela le compre una diadema de flores; Estela, turista belga, quiere un sombrero para que el sol no le dé en la cara, y Amelia, de Tudela, se entretiene con la balanza antigua en la que pesan limones y patatas en uno de los puestos. «¡Jordi! ¡No le pegues a la jaula!», gritan unos padres para mitigar la emoción de su hijo al ver a los conejos de la exposición de razas autóctónas, de la que son estrellas indiscutibles los cachorros de ca eivissenc que corretean y juegan junto a su madre. Maria y Pere, de cinco y siete años, no pueden dejar de mirar a las ovejas. «¿Por qué no se separan?», pregunta Maria al ver a los animales tan juntos que parecen una enorme bola de pelo con varias cabezas. «Porque se quieren mucho», contesta su madre encogiéndose de hombros.

El pueblo se revoluciona cuando, a lo lejos, se escucha el sonido de las ruedas y los caballos. Centenares de personas agolpadas junto a la carretera principal. Los niños se olvidan de las razas autóctonas y hasta de los tractores sobre los que montaban hace apenas unos segundos y los adultos dejan de interesarse por la maquinaria agrícola y los oficios tradicionales.

Perla, una yegua gris de crin blanca, a juego con los largos mechones de las patas, encabeza el desfile con paso calmado. Ni siquiera los ladridos de un chow-chow desde el balcón de un primer piso la despistan. Los 19 equinos restantes (16 tirando de carros y tres montados por jinetes) le siguen el ritmo. Al menos durante la primera vuelta al pueblo. En equilibrio sobre un murete, una mujer vestida de pagesa fotografía con una cámara de gran objetivo a los que van montados en los carros. Todos aplauden y ríen al ver al poni bicolor y el pequeño burrito negro que cierran la hilera de carros. Para compensar su tamaño van casi al trote, ganándose la simpatía de los que pasan la tarde de domingo en Sant Josep. La ruta, que hace varios recorridos diferentes, despista a los asistentes. «¡Ahora salen por allí!», grita Juanjo a su grupo de amigos, que corren a esperar a los animales, que pasan hasta en cuatro ocasiones por delante de la iglesia hasta detenerse para dejar que bajen los balladors y sonadors que, más tarde, tras la misa y la procesión, bailarán en la plaza del pueblo.

Perla es la primera en parar. De ella baja Esperança, vestida de pagesa, con su hijo Gabriel, al que lleva en brazos. «Le gustan mucho los caballos», asegura mientras Xicu, quien conduce el carro, espera para poder guiarlo hasta casa. De otro de los carros baja, con su traje de ballador y el pie enyesado, el concejal de fiestas, Albert Marí. «Me lo hice en la fiesta de Cas Costas, en Sant Jordi, la presidenta de la colla me sacó a bailar y me rompí el tendón de Aquiles», comenta ayudándose de las muletas para llegar a la iglesia, donde en breve comenzará la misa en honor a Sant Isidre. Las campanas anuncian el oficio religioso mientras algunos de los carros se concentran junto al cementerio para regresar a casa. Los que viven cerca, enfilan ya la carretera de Sant Josep.