De Melilla a Sevilla

«Mi padre era militar. Él y mi madre se conocieron de niños, pues eran vecinos»

«Nací en Melilla, en 1930. Mi padre, José Cano Escacenas, era sevillano y mi madre, Marcela Cobos Ronchel, cordobesa. Mis abuelos, tanto los paternos como los maternos, se habían instalado en Melilla cuando sus hijos aún eran pequeños. Mi abuelo paterno era abogado. Mi abuelo materno, ebanista. Mi padre, militar. Él y mi madre se conocieron de niños, pues eran vecinos. Se casaron y nos tuvieron a mí y a mi hermana, que es tres años menor que yo. Allí estuvimos viviendo hasta 1937.

Mi padre, y esto hasta me da un poco de vergüenza decirlo, era nieto de una de las familias más nobles de Sevilla. Pasado el primer año de la guerra, pensó que era mejor irnos de Melilla, donde todo se había convertido en un caos. Nos instalamos en Sevilla, en la casa familiar, que estaba en el barrio de Santa Cruz, donde hoy está el consulado de Francia, una maravilla de casa. Pero al poco de llegar, a mi padre volvieron a movilizarlo y lo enviaron al frente de Teruel. Nos quedamos allí mi madre, mi hermana y yo.

A la familia de mi padre no le gustaba mucho mi madre, que era de familia humilde, así que hubo algunos problemas, en fin, como que la repudiaban un poco... y nos marchamos de aquella casa muy pronto y definitivamente. Entonces llegó una época muy mala para nosotras, en plena guerra, con mi padre lejos, sin dinero... Lo pasamos muy mal. Vivíamos en el barrio de Santa Clara, en frente del convento, y allí estuvimos hasta que acabó la guerra».

Años de guerra

«Durante siete meses no supimos nada de mi padre, si estaba vivo o muerto»

«De la guerra recuerdo muchas cosas. Pasamos mucho miedo. En Melilla constantemente sonaban las sirenas y teníamos que correr a los refugios, para protegernos de los bombardeos. Hay cosas que se me han quedado grabadas. Por ejemplo: en una ocasión había mucha gente en un plaza, cantando el ´Cara al sol´, todos con la mano alzada menos uno. Pues bien, a este que no levantaba la mano lo cogieron y allí mismo le raparon el pelo y le hicieron beber aceite de ricino... En Melilla se sufrió mucho y yo recuerdo también haber salido de casa y encontrar personas muertas en la calle.

En Sevilla no fue tan duro en cuanto a bombardeos y refugios, pero sí lo fue en otros aspectos. Durante siete meses, por ejemplo, no supimos nada de mi padre, no sabíamos si estaba vivo o muerto. Mi madre se puso a coser para ganar algún dinero, yo la ayudaba, así aprendí a coser. En un permiso que tuvo mi padre y pudo venir a Sevilla, hice mi primera comunión, con un vestido que me dejaron los monjas y unas bambas que me dolían muchísimo. Cuando llegamos a mi casa, ya había dos militares esperando a mi padre para regresar al frente... Fueron unos años muy duros.

Cuando acabó la guerra, mi padre regresó por fin. Pero muy pronto fue destinado a Cataluña, y hacia allí nos fuimos todos. Concretamente a Mollerusa, donde nadie quería ni oír hablar el castellano, recuerdo que nos llamaban «gitanos». Pero allí aprendí rápidamente a hablar catalán en el colegio.

De Mollerusa pasamos a Cervera, donde estuvimos tres meses. De allí también nos echaron, no querían militares. Estuvimos unos quince días en Lérida y de allí pasamos a Mataró. Recuerdo que tardamos en encontrar casa, porque nadie nos la quería alquilar... Y finalmente fuimos a Barcelona, donde estuvimos cerca de un año. Estudié en la Academia Balmes, de la que tengo muy buenos recuerdos. Hasta que en marzo de 1942 mi padre, que dejó artillería y se pasó a infantería, fue destinado a Ibiza. Y aquí todo cambió, porque esto era un paraíso».

Llegada a Ibiza

«¡Se vivía tan bien en Ibiza! La gente era amable, solidaria»

«En principio íbamos a estar un año en Ibiza, pero, claro, después no nos queríamos ir de aquí, porque esto era maravilloso. Nos instalamos en una casa en la ciudad, donde después estuvo el Celler Balear, y en ella estuvimos 22 años. Íbamos al colegio de las monjas y mi madre, desde la casa, nos veía llegar. Recuerdo que antes de entrar en el colegio la saludábamos con la mano...

Yo había empezado a ir al colegio en Melilla, a los dos años. Aprendí a leer muy pronto. Después, en Sevilla fui a un colegio de monjas salesianas. De todos mis colegios tengo muy buenos recuerdos, me adaptaba rápido y me lo pasaba muy bien. De mi primer colegio en Melilla recuerdo a la señorita, que se llamaba como yo, Julia. Yo era una niña que me portaba bien. En Cataluña fuimos siempre a colegios públicos.

Cuando nos dieron la noticia de que veníamos a Ibiza, no sabíamos muy bien qué era esto, solo que era una isla. Pero un profesor mío de la Academia Balmes me dijo que era un paraíso y me recomendó que comiera higos, que eran muy buenos, y que le trajera una cestita cuando regresáramos. Pero lo cierto es que ya no regresamos, porque aquí, al cabo de un año, mi hermana y yo ya teníamos a las amigas que iban a serlo durante muchos años o para siempre. Y mis padres estaban también muy a gusto en la isla. Y mi abuela materna, que vivía con nosotros, también estaba encantada.

Había carencias, es cierto, en aquella Ibiza de los años 40, aunque no recuerdo que hubiera hambruna. La gente era muy solidaria. Recuerdo que mi padre hacía trueques con un payés de Jesús. Le llevaba arroz, harina, en fin, lo que nosotros teníamos del racionamiento, y se lo cambiaba por patatas y cosas que él tenía y nosotros no. También teníamos chocolate, lo que era algo extraordinario, y recuerdo que a mis amigas les encantaba venir a mi casa a comer chocolate con churros, que lo hacía mi abuela.

De mi paso como alumna en el colegio de la Consolación solo tengo recuerdos muy bonitos. Estuve entre los 12 y 15 años. Luego pasé al instituto, que estaba en Dalt Vila. Tenía muchas amigas: Nieves Busquets, Nieves Arnau, Emilita Caldentey, Fina Betlet, Pepita Ferrer, María Teresa Bofill... He tenido muchísimas amigas y las quiero con toda mi alma.

Entre mis profesores del instituto recuerdo con cariño a Don Mario, a Arellano, a Sorá... Don Mario tuvo que aprobarme para poder ir a Palma a estudiar, sin que yo supiera mucho de matemáticas... Pero me aprobó y luego me lo estuvo recordando durante toda la vida. Era un hombre fantástico, muy buena persona.

¡Se vivía tan bien en Ibiza! La gente era amable, solidaria. Podías ir por la calle tranquilamente sin el peligro de que te atropellara ningún coche. Solo había tres coches: el del metge Villangómez, el del obispo y el de Alcántara. Íbamos mucho en bicicleta. Recuerdo que los domingos íbamos en bicicleta a desayunar a Talamanca o a Santa Gertrudis. O a San Jorge, a robar naranjas...

Me pasaba buena parte de los veranos en casa de mi amiga Nieves Busquets, en la playa d´en Bossa. Íbamos mucho al cine, que nos costaba 15 céntimos. En una ocasión yo no tenía los 15 céntimos y Lourdes Marí, que también era muy amiga mía, me pagó el cine y no sabía cómo agradecérselo. Llegaba el día de Todos los Santos y estrenabas ropa. Y el Domingo de Ramos también, y salíamos a pasear muy guapas, siempre por Vara de Rey, aunque solo en la parte de arriba, es decir, desde Ebusus hasta el Montesol.»

Vocación artística

«A raíz de todo esto decidí que lo que yo quería ser era artista»

«Tenía una amiga que bailaba muy bien, Elena Pineda, a la que yo tenía envidia por esto. La convencí para apuntarnos juntas a unos cursos de baile. Nos enseñaron a bailar sevillanas. Elena tenía mucha gracia bailando sevillanas. Se organizó una función y nos vestimos de flamencas, pero a la hora de la verdad a mí no me dejaron bailar, solamente me dejaron acompañar con las palmas. No pude hacer nada más. Fue una gran decepción para mí, y también para mi familia, que había acudido para verme bailar.

Pero la verdad es que yo era muy graciosa y el profesor de baile me preguntó si quería aprender a bailar bien. Le dije que sí y, desde entonces, me convertí en la vedette, triunfaba en las funciones de Navidad como nadie. A raíz de todo esto decidí que lo que yo quería ser era artista. Y a través de aquel mismo profesor que me enseñó a bailar, que se llamaba Buendía, me concedieron una beca para estudiar baile en la Escuela Magrinyà, de Madrid. Pero esta idea a mi padre no le gustó nada y tuve que resignarme y pensar en otras cosas.

Coincidió todo esto con que la Sección Femenina promovió por entonces unos cursos para instructoras de gimnasia y allí sí me dejó ir mi padre. Yo había hecho gimnasia toda la vida, desde muy chiquitina, porque tenía lo que se llama ´pecho de palomo´, es decir, que tienes una parte del esternón más alta que la otra.

A mi padre esta idea sí le gustó. Así que me fui a Palma, a una residencia, para estudiar. Tenía 19 años. Como bailaba bien, nada más llegar ya me llevaron a una escuela de baile, que era de una profesora que, me parece, era rusa.

Allí aprendí a hacer ballet, aunque algo había hecho ya en Ibiza con el profesor Buendía. De hecho, debo decir que aprendí a hacer puntas con unas alpargatas de Formentera...

Hice el primer curso. Éramos 16 y saqué el número uno. Allí estudiamos también un poco de psicología. Después hice el segundo curso. Éramos 22 y volví a quedar la primera. Y al acabar este curso fue cuando me llamaron para ir a estudiar a Madrid en la Escuela de Educación Física, que se inauguraba ese mismo año. Así pasé a formar parte de la primera promoción en España de profesoras de Educación Física».