Hace décadas los niños ibicencos esperaban con impaciencia la festividad de Todos los Santos. No porque fueran a disfrazarse sino porque era el momento de estrenar la ropa de invierno, los padrinos regalaban rosarios de dulces y fruta confitada a sus ahijados, los pequeños iban de casa en casa pidiendo algo «para las almas» y todas las familias compartían los frutos secos que tenían o compraban en las ´trencades´ populares, tradición esta última que el Institut d´Estudis Eivissencs (IEE) se ha propuesto recuperar con la fiesta que celebra mañana en la era que hay detrás de la iglesia de Sant Llorenç.

«Todas las tradiciones de Tots Sants de cuando yo era pequeño han desaparecido», lamenta el presidente del Institut, Marià Serra. «Era la llegada del frío, el momento en que estrenábamos la ropa de invierno que, aunque fuera modesta, nos hacía mucha ilusión», recuerda. Él, que vivía en Vila, explica que los días previos al 1 de noviembre los payeses bajaban a la ciudad para vender los ansiados piñones y que en los puestos de los mercados abundaban el maíz, los dulces, las granadas, los caquis, los nísperos y los membrillos. «Los niños nos llevábamos los murtones, las bayas fruto de la mirto, a puñados. Aunque pobre, estos murtones eran para nosotros un complemento alimenticio», detalla.

No solo la gente del campo se afanaba esos días en vender sus productos. También los niños iban de un horno de pan a otro buscando que los admitieran para enhebrar los tradicionales rosarios de Todos los Santos. «Se hacían con trozos de panellets, pedos de monja, calabaza y otras frutas confitadas. Con todo esto se elaboraban unos collares para los niños. Los había de todos los precios y para todas las familias, pero los que llevaban los medallones más grandes y estaban más decorados solo los podían comprar en las casas más adineradas», detalla. Marià Serra señala que la tradición era que estos dulces rosarios se los regalaran los padrinos a sus ahijados, aunque si no era así, los compraban los abuelos, o los padres. «Cuando nos los daban, nos los colgábamos del cuello e intentábamos que llegaran lo más enteros posible a la cena familiar», rememora entre risas.

Ni para las almas ni para los cuerpos

La noche del 31, los niños salían de sus casas con una bolsa y recorrían las casas de los vecinos pidiendo frutos secos y dulces. Siempre siguiendo la misma fórmula de diálogo: «Què hi ha res per les ànimes? Ni res pels cossos. Mal te caigui el cul a trossos. I tu el recullis a mossos. Per mi ses molles, i per tu els ossos». En las bolsas acababan cayendo frutos secos y algo de fruta. «Era muy extraño que nos dieran pedos de monja o galletas y mucho más aún que acabarámos con algún panellet», matiza.

Esos frutos secos y los que compraban las familias eran los que se llevaban a la trencada popular que, en el caso de Vila, se celebraba junto a Sant Elm. «Todo el mundo ofrecía lo que llevaba a los demás», insiste el presidente del Institut, que señala que ese mismo espíritu es el que se quiere recuperar en la fiesta que la entidad celebra mañana en Sant Llorenç. Los que no tenían mazas descascarillaban los frutos secos con un còdol. «Entonces se compraban los piñones por almudes (unidad de medida muy utilizada en el medio rural hasta hace algunas décadas) y procurábamos tener suficientes. Lo que no recuerdo es si después de la fiesta nos preocupábamos de barrer las cáscaras», confiesa.

Al caer la noche, todos volvían a casa para la cena. «Se colgaban más rosarios en los cuellos de los niños de los que se rezaban», ironiza. «Alguien de la familia hacía buñuelos y nos los comíamos», apunta. En contra de lo que se pueda pensar, Marià Serra destaca que los panellets no eran un dulce habitual de estas fechas en las casas de la isla. Eran demasiado caros para la mayoría. «Teníamos la alegría de verlos en los escaparates de las pastelerías y la tristeza de no probarlos», recuerda con melancolía.

El día 1 las familias acudían a la misa de tres, para la que la iglesia de perfumaba con incienso. «Se rezaba por las almas y se les compraban flores. En casa, se procuraba encender velas. Eran tan delgadas que se les llamaba cerillas», recuerda el presidente del IEE que lamenta que cada año Halloween come más terreno a las tradiciones de las Pitiusas. «Sé que a los niños les gusta disfrazarse, pero en lugar de de demonios o brujas yo pediría a los padres que los vistieran de algo más relacionado con nuestra cultura, de barruguet, por ejemplo», propone.

En el campo, las familias vivían esta fiesta como un cambio en el ciclo vital. Allí no había rosarios para los niños excepto si algún familiar había bajado a la ciudad. «Era el momento en que las noches se alargaban y los días se hacían más cortos. Era el inicio del reposo, con todo sembrado», indica poco antes de entrar en la cocina de su casa para preparar panellets con su familia.