Desde la ventana de su habitación se ve la escuela de música de Can Blau. A veces le llegan las voces de los niños que van a las clases. «Me preguntaron si me molestaban. A mí, que siempre he estado rodeada de niños… Me encanta escucharlos», reconoce Margarita con una sonrisa mientras termina de recoger algunas de las muchas fotografías en las que se la ve con sus alumnos. «Estoy empezando a regalarlas», apunta esta mujer que se encoge de hombros cuando se le pregunta por el premio que le entregan esta tarde. «Hace dos años ya me dieron el Illes Pitiusas de Diario de Ibiza», recuerda buscando con la mirada el pino diseñado por Mariscal, que reposa en lo alto de un mueble, junto a figuritas de porcelana y recuerdos de viaje. «Y en 1991, cuando me jubilé, me hicieron una fiesta. Me entregaron un broche precioso, una vasija del ceramista Toniet y un pergamino. Estaba lleno de gente y fue la primera vez que se puso un micrófono en la plaza del pueblo», comenta con una mezcla de melancolía y orgullo.

Margarita, nacida en Santa Eulària, no recuerda que quisiera ser otra cosa que profesora. «Maestra», insiste antes de explicar que el origen de su gran vocación es Margarita Ankermann, la que fue su maestra en Santa Eulària. «Ella siempre me decía que yo tenía que ser profesora. Estaba muy encariñada conmigo, y su marido, que era práctico del puerto de Ibiza, siempre le decía a mi padre que yo tenía que ser para ellos. Mi padre le respondía que de irme a vivir con ellos ´naranjas de la China´, pero que me podía quedar a comer cuando quisieran con la única condición de que le enviaran una nota», explica la maestra, que ahora se haya inmersa en una investigación sobre Margarita Ankermann.

«Quiero escribir un libro, saber más sobre ella. Sé que la familia se trasladó a Balears huyendo de Alemania y que antes de llegar a Ibiza estuvo en Inca, pero quiero saber más cosas. No sé si llegaré a escribir el libro, pero estoy investigando», comenta esta imparable mujer.

Margarita reconoce que las cosas no eran fáciles para una mujer en los años 40 en Ibiza y valora muchísimo que sus padres la dejaran irse a Palma a estudiar Magisterio. «En mi clase en el instituto éramos ocho chicas y veinte chicos y sólo dos de las chicas estudiamos, yo y otra que hizo Enfermería y que está en Barcelona», detalla.

Una joven «especial»

Margarita no se veía llevando la vida de las mujeres que tenía a su alrededor: «Me rebelaba al ver lo que tenían que aguantar. No podían hacer nada. Ni salir de sus casas ni ir a tomar un café porque si las veían en un bar las ponían verdes. Yo no quería eso. Quería ser independiente». Todavía, a sus 83 años, mantiene ese espíritu. Le gusta sentir que no depende de nadie. Moverse a su aire. Reconoce que esa actitud le valía en su juventud el apelativo de «especial», aunque asegura que a ella le daba igual lo que comentaran. «Me decían que no me casaría», afirma bajando la voz. Pero sí. A los 30 años —«en aquella época me casaba vieja»— se casó con Juan Riera (Juanito, para ella), «de una familia de ideas muy avanzadas» que entendía su manera de pensar.

De los tres años que pasó en Palma estudiando Margarita recuerda cosas muy buenas y otras muy malas. Entre las buenas, las amigas que hizo, estudiantes como ella, especialmente de Menorca, como Merceditas Pons y Catalina Humbert. «Las mallorquinas se chivaban de lo que hacíamos las otras», comenta con cara de jovencita traviesa.

Entre las malas, las monjas de la residencia. «Entonces los padres sólo te dejaban salir de la isla para estudiar si estabas bien controlada en una residencia religiosa. Cada día una madre, sor Antonia, nos acompañaba hasta la clase. Y no podíamos ni mirar por la ventana. Nos levantábamos a las seis y media de la mañana y teníamos sólo veinte minutos para arreglarnos antes de bajar a la capilla a meditar media hora. Muchas veces teníamos tanto sueño que nos quedábamos dormidas», explica.

Su primer destino fue Sant Llorenç. «El 7 de octubre de 1950 entré como sustituta en una escuela que había construido la República. Tenía baño y patio y los primeros días trabajé con Antonio Guasch, que luego fue alcalde de Ibiza y director de Sa Graduada, que iba cada día en bicicleta desde Ibiza. Había una casa para la maestra y me dijo que los vecinos eran muy buenos y que no molestaban nada. ¡El colegio daba al cementerio!», recuerda. Por ese primer trabajo cobraba «70 duros», dinero con el que abrió una libreta de ahorros, como le sugirió su padre. «Me dijo que mientras pudiera, en casa tenía cama y comida, que ahorrara el dinero», indica.

Un año después fue a dar clase a Sant Carles. Se encontró con 80 alumnas en un aula que era un comedor. «Un día vino el inspector y al ver la situación me preguntó que qué hacía allí. Yo le dije que divertirme y él me recomendó que las sentara en el suelo y les hiciera cantar el ´Cara al sol´, como si en esa situación no se pudiera enseñar, pero se podía si te organizabas y te quedabas después de clase a preparar el trabajo del día siguiente», señala. Margarita mandaba a las mayores que escribieran una redacción mientras enseñaba a leer a las pequeñas. «Además, las alumnas más mayores me ayudaban», comenta. La maestra reconoce que se sorprendió de la actitud de los habitantes de Sant Carles con la educación. «Es el único pueblo en el que todo el mundo iba a la escuela. Cuando le decías a los padres que no podías acoger a ningún niño más porque no tenías mobiliario, te decían que ya traían ellos una mesa y una sillita», rememora Margarita, que destaca que los alumnos se alegraron mucho de su llegada: «Me contaban que la anterior maestra no les dejaba comer sobrasada, se la quitaba y tenían que comerse el pan solo».

Clase mixta en Tarragona

Después de Sant Carles dio clases en Sant Antoni y Sant Joan antes de pasar el curso 1958-1959 en Vilalba dels Arcs, en Tarragona, algo que a su suegra no le hizo mucha gracia. «Ese curso sólo había una plaza en Formentera y otra en Sant Mateu», justifica. La de Formentera no la cogió porque asegura que no se lleva bien con el mar y los barcos y la de Sant Mateu, pueblo en el que no había estado jamás, la descartó después de hacer una excursión en taxi hasta allí una tarde de julio. Aunque sólo estuvo un año, Margarita se hubiera quedado a vivir en Vilalba dels Arcs. «Allí estaba estupendamente a pesar de que en la gente todavía estaban muy presentes los rencores de la Guerra Civil», insiste. Los vecinos del pueblo le amueblaron la vivienda de la maestra cuando se mudó de la pensión en la que había estado alojada y de la que a pesar del coste (trece duros al mes) no quería marcharse. Sentía que Matilde, la dueña, y sus hijos eran su familia y se había enamorado del vino, las espinacas, las costillas y los melocotones que servían en las comidas. Las clases en Tarragona «en un segundo piso destrozado por la guerra» fueron las últimas que dio antes de llegar a su destino definitivo en Sant Agustí. También las primeras mixtas, a chicos y chicas, que impartió. Todavía conserva las fotografías de la despedida de Tarragona: «Me llevaba bien con todo el mundo, pero al marcharme tuve que hacer una comida de despedida para los de derechas y una cena para los de izquierdas porque no se podían juntar».

Alumnas niñeras

La primera vez que entró en la antigua escuela, que hoy es su casa, se asustó un poco. Estaba llena de goteras. A pesar de eso, ella y su marido decidieron quedarse. «Todavía no sé por qué. Pero llevo 50 años aquí. Es mi casa. Es donde me gusta estar. Voy a los cursos y conciertos de Can Blau, estoy al lado de la tienda de Can Xinxó y de la iglesia y puedo ir con mi bastón y tengo la sensación de que todo el mundo me aprecia», reflexiona. «Y eso que he sido muy revolucionaria», matiza. Y justifica por qué dice lo de revolucionaria: «Un día esperé a la salida de misa a la madre de una de las alumnas, Catalineta, que era muy inteligente pero que venía un día de cada tres. Cuando le pedí que la dejara ir a la escuela porque era muy lista me dijo que tenía que cuidar de sus hermanos pequeños. Le contesté que si no la dejaba venir a clase Dios la castigaría». Que todas las niñas fueran a la escuela era su obsesión. «Quería que tuvieran la posibilidad de decidir su futuro, como pude hacer yo», señala.

Margarita se jubiló a los 64 años —«más cansada de los padres que de los niños»—, después de tres décadas siendo ´la maestra´ de Sant Agustí. Todavía tiene contacto con sus alumnos. Hace poco, ya de noche, le llamaron a la puerta de casa. «Era Markus, un alumno alemán que tuve y que cada vez que viaja a Ibiza desde Alemania viene a verme. Lo recuerdo rubio y pequeño, pero ahora casi no cabe por la puerta», comenta. De vez en cuando, además, come con algunas de sus ex alumnas, con las que recuerda anécdotas de cuando les unían una tiza y una pizarra. «El otro día una me decía que a veces no hacíamos clases. Que salíamos de la escuela para ver los pájaros, las golondrinas. Y es verdad, salíamos del colegio, nos íbamos debajo de un árbol a ver las golondrinas. Y se iban a casa habiendo aprendido quién era Bécquer y su poema de las golondrinas», recuerda Margarita, que a pesar de que hace casi veinte años que dejó la escuela se lo sabe de memoria.