En es Cap des Jueu tenemos la Torre des Savinar que debe su nombre a los agrestes sabinares de su entorno que en el vertical descenso a la pedrera que queda junto al mar, al pie del farallón, consigue algo que parece imposible: un ´acantilado dunar´ en el que las arenas quedan retenidas por la intrincada maraña de lianas superficiales y raíces de las arbustivas sabinas torturadas y deformadas por los vientos, pero que parecen fortalecerse con el aire salobre y que, por su firme enraizamiento, no hay turbión que pueda con su anclaje. Ajenas al tiempo y a los meteoros, las sabinas parecen inmortales.

El pino que nos ha dado el nombre de Pitiüses tiene, con relación a la sabina, la ventaja de su acelerado crecimiento y una naturaleza colonizadora que explica su protagonismo, pero cabe reconocer que no hablamos del pi ver, cretense o piñonero, sino del más humilde pino carrasco, blanc o bord, que conocemos como pino de Alepo, un árbol que, a pesar de su omnipresencia y tradicional aprovechamiento, no tiene las cualidades de la sabina. Hubo tiempos en que la sabina rivalizaba con el pino, pero en nuestros días es prácticamente imposible encontrar los monumentales ejemplares de diez metros de altura y troncos de un metro de grosor que fueron comunes y que hoy sólo encontramos esporádicamente en zonas como es Cavall d´en Borràs o en las jácenas y envigados de los techos rurales, particularmente en los porxos. Sabemos que el año 1672 se hizo pública en Ibiza una subasta para traer desde Formentera, a cargo del rey, 4.000 troncos de sabina, prueba de la importancia que llegaron a tener los sabinares. Y no fue un hecho aislado, pues su tala ha sido siempre inmisericorde. Su extrema longevidad, por otra parte, que puede superar los mil años con facilidad, está en razón directa con su lento crecimiento, de manera que quien tala una sabina debe saber que han de pasar generaciones para que pueda crecer otro árbol con sus mismas hechuras. Lo cierto y lamentable es que, en estos momentos, en Ibiza y Formentera nos quedan menos de un 8 % de las sabinas que tuvimos. Aun así, podemos verlas en es Codolar, es Cavallet, ses Salines, Cala Bassa y en la vertiente sur de es Vedrà, donde quedan algunos viejos ejemplares de dimensiones notables. Y en Formentera las encontramos principalmente en es Pujols, en el entorno de l´Estany Pudent, l´Estany des Peix, y también en Illetes, junto a los abandonados estanques salineros.

Quien se haya fijado en la carnalidad de los troncos descortezados y limpios que sostienen el techado de los soportales de las casas y las iglesias rurales, entenderá inmediatamente la potencialidad arquitectónica y escultórica de la sabina. Pocos elementos pueden aportar, sin menoscabo de su fortaleza, más expresividad en su función. El árbol tiene una corteza áspera y recia, una piel salvaje y desabrida que se le arranca a tiras con facilidad y en un literal despellejamiento, pero que sorpresivamente descubre una madera de impúdica y gloriosa desnudez, una madera extrañamente humanizada. Y es que la madera de sabina es, todo a un tiempo, vigorosa y sensual; una madera de textura suave, alisada y de tan extraordinaria cualidad táctil que cuando se utiliza no precisa manipulación ni pulimento. Es, además, una madera profundamente aromática, una madera de mórbidas ondulaciones que invita a la caricia, pero también una madera robusta, grávida, compacta y consistente, una madera uniforme y de gran densidad, una madera noble.

Prima hermana del asilvestrado enebro, la sabina es más difícil de trabajar que el almendro, el pino y el olivo, pero ofrece una mayor estabilidad. Los insectos no pueden con ella y, por si fuera poco, es prácticamente imputrescible, de manera que, sin la más mínima alteración, soporta la intemperie, el contacto con el agua y el poder abrasivo de la sal, razón de que se utilice en los travesaños de los embarcaderos que quedan sumergidos en el mar. Sus formas sinuosas sugieren nervaduras y tensionadas masas musculares que transmiten una inequívoca sensación de fuerza, vigor y corporalidad. Tanto es así, que, cuando uno encuentra un pequeño fragmento de sabina en el campo o en una serrería, sus formas nos hacen pensar en la escultura de algún héroe o titán que el tiempo ha troceado. Es una madera, en fin, que fascina y provoca por su plasticidad natural. Pero lo cierto es que la sabina en nuestras islas es hoy tan apreciada como escasa. Sus virtudes, paradójicamente, han sido y siguen siendo su perdición, pues se han arrancado desde siempre sin orden ni concierto.

Y debido a su lento crecimiento, su número se ha visto drásticamente reducido. Con todo, la sabina sigue siendo un árbol admirable que lo resiste todo y medra con fiereza en cualquier sitio. Podemos verla en formas boscosas, enhiesta y vigorosa, pero también en formas arbustivas en parajes agrestes y dunares junto al mar. La sabina, por otra parte, ha sido un árbol íntimamente ligado a la vida cotidiana por los usos que tradicionalmente le ha dado el payés. No sólo como elemento que conforma y sostiene su casa, sino como sostén personalizado en los pequeños y deliciosos bastones que no tienen igual. Y no es todo, porque también se utiliza en la doméstica farmacopea que, con los emplastos calientes de sus ramas, alivia torceduras, contusiones y reumas. Y un payés me recuerda que «dels brulls de savines es fan les anses dels cistellons de verduc i les nanses per pescar llagostes». Bendita sabina.