Pero a este cambio de caladeros se sumaba la bonanza estival que facilitaba el que las nasas pudieran fondearse mar adentro, cosa que con la inestabilidad climatológica del invierno no era posible. Entre octubre y mayo, el Mediterráneo era imprevisible, de manera que uno podía soltar amarras con la mar en calma y en tres horas levantarse un turbonada que complicaba el regreso a puerto.

Estas nanses de fora se colocaban en fondos que estaban entre 30 y 50 brazas, en lugares que los pescadores conocían bien por la experiencia y que, con la necesaria reserva, se transmitía de padres a hijos. Solían ser fondos de paisaje variado, con algas, rocas y arenales, y sin excesivas corrientes. El caso es que, disponiendo de un buen caladero -una bona pesquera-, sólo se trataba de tener las nasas en buen estado y utilizar el cebo adecuado que, por lo general, era pescado azul -mejor si era fresco-, caso de sardinas, jureles o boquerones. También se utilizaban picarel (gerret) y pintarroja (gató). Estos cebos se colocaban en pequeñas hiladas, atando juntas 3 o 4 sardinas cada 10 cm., y situando la ristra de cebos en la parte interior y más alta de la nasa, de manera que su extremo final quedara, como atractiva invitación para las presas, cerca de la boca de la nasa. Con este tipo de nasas se hacían capturas de todo tipo, congrios, pageles, besugos, brótolas, langostas y, muy especialmente, chuclas y bogas, peces gregarios y tontorrones que desfilaban siempre en grandes bancos sobre lechos algares y arenosos. En este caso, no se trataba, es cierto, de peces de gran calidad y que tuvieran mucha demanda, pero ofrecían un sabroso paladar braseados o fritos. En cualquier caso, los gustos cambian y es bien cierto que si hoy no son pescados especialmente valorados -un kilo puede ahora salirnos por un euro, en los tiempos de que hablamos se vendían bien y no eran precisamente baratos. En cuanto a su abundancia, baste decir que en un solo día, con 20 nasas, se podían coger hasta 10 arrobas de bogas. Las especies más apreciadas, caso de los congrios y sobre todo las langostas -cuando la pesca era buena-, iban a parar a pequeños viveros y se comercializaban sin prisas, con el fin de evitar que una oferta excesiva reventara los precios.

Estas nanses de fora no se colocaban individualmente, sino seriadas, en calaments, situando 4 o 5 nasas en una misma ristra o filera, de manera que las nasas quedaban separadas entre sí unas 7 brazas, dejando 2 o 3 metros de cuerda (braçols) entre cada nasa y la cuerda principal. Este cordaje que llevaba las nasas se fondeaba con una piedra de unos 15 kilos (pedral), que fijaba las trampas en el fondo y que llevaba dos o tres boyas hechas con corchos apilados (bornois) que, al señalizar el aparejo en superficie, facilitaba su localización en el momento de izarlo a la barca. La distancia que se dejaba entre estas boyas y la piedra de anclaje solía ser un tercio más de la profundidad que tenía el lugar en el que se pescaba: este ´sobrante´ minimizaba el arrastre de las corrientes, cosa que no se conseguía si el cordaje quedaba tensado. Antes de sumergir las nasas -cosa que se hacía, lógicamente, empezando por la última para acabar con la piedra de anclaje y las boyas-, era importante determinar la dirección del viento en superficie para encarar la barca contra la corriente, situación que facilitaba la acción de soltar con orden y holgura las nasas. Una vez que éstas quedaban colocadas, se revisaban cada día, se izaban, se recuperaban las presas que hubiera, se renovaba el cebo y se volvían a dejar en el mismo sitio o, si el pescado escaseaba, en un anclaje cercano que ofreciera ventajas. En ocasiones, se aprovechaba el calament para colocar en el cordaje madre, entre nasa y nasa, derivaciones con anzuelos convenientemente cebados que permitían atrapar alguna otra pieza que, en ocasiones, podía ser una tortuga, especie que entonces no estaban en peligro de extinción ni protegida como hoy. Se me olvidaba decir que el día antes de colocar las nasas, convenía tenerlas sumergidas unas horas para que la mojadura les diera peso y al soltarlas, en vez de quedar flotando, ganaran fondo con facilidad.

Las llamadas nanses de terra se utilizaban en invierno, entre octubre y marzo, siempre en enclaves costeros con la idea de atrapar peces de roca, caso de meros, abadejos, congrios, morenas, japutas, sargos, serviolas, escórporas, espetones, rascacios, corvallos, cántaras, dentones, corvinas y muchos otros. Como cebo se volvían a utilizar sardinas, chuclas, bogas, jureles, caballas o pulpos que, si se hervían, eran especialmente apetecibles para las morenas y los congrios. Como detalle curioso, en la nansa sipiera convenía colocar en su interior, sujeta a la malla, unas pequeñas ramas de ciprés o de pino, lastrando la nasa en el lado opuesto, de manera que, al quedar en el fondo, las ramas conformaban una especie de sombra o guarida que daba confianza a las presas. Eso sí, el cebo era invariablemente una sepia hembra que, como es natural, atraía a los machos. Podríamos decir que les perdía su fogosidad. No puede extrañarnos, dicho esto, que el mejor tiempo para pescar las sepias fuese la primavera. ¡Ah, el amor!