En uno de los siete artículos que Santiago Rusiñol escribió en 1913 a propósito de su estancia en Ibiza, el titulado `Els excavadors´, aparecen descritos, de un modo muy expresivo, con la ironía que caracterizaba a este polifácetico artista, las tres familias de excavadores arqueológicos que, según él, podían encontrarse, por aquel tiempo, en todos los lugares.

Por una parte, nos dice, están los coleccionistas: «son los que todavía escogen; los que están en el primer grado de la deliciosa manía de recoger las cosas viejas, y quienes las quieren enteras». Luego está la familia de los escarbadores («gratadors»), es decir, de los que realmente excavan: «son de tal manera que no pueden salir a pasear si no van mirando el suelo para descubrir fragmentos de cerámica. A veces se paran por el camino, golpean con el bastón, y dicen: `Aquí hay tumbas´. No pueden ver un abrevadero que no les parezca una tumba; no pueden ver brillar un trozo de lata que no les parezca una moneda».

Por último están los arqueólogos: éstos lo quieren todo «roto, troceado, mezclado; no quieren objetos, sino indicios.» Para el arqueólogo, lo principal "es deducir, adivinar. Si le dieran un objeto que todo el mundo supiera lo que es, le gustaría hacerlo añicos para ser él solo quien lo adivinara y lo reconstruyera. Sólo ve lo que ve porque lo explican los libros o para poder escribirlos él mismo."

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Está claro que Santiago Rusiñol pertenecía a la primera de las familias descritas, es decir, a la de los coleccionistas. Y por si hubiera alguna duda, la fotografía que acompaña este artículo, tomada en 1913 en el Puig des Molins, lo demuestra muy bien. En ella podemos ver, en el centro de la imagen, sentado tranquilamente, al poeta y pintor, contemplando el trabajo de los excavadores, esperando los `resultados´. De pie, risueño, observando la escena, sin implicarse para nada en la misma, se encuentra Josep Costa `Picarol´, amigo, caricaturista y guía ibicenco de Rusiñol. (Sin implicarse, aunque la verdad es que parece que está esperando no sólo también a que acaben su trabajo los excavadores, sino a que su amigo recoja las `cosas´ y pueden irse los dos por fin a tomar unas copas a aquel famoso antro llamado La Bohemia).

Pudimos ver esta fotografía el pasado miércoles, durante la magnífica conferencia que la escritora Vinyet Panyella pronunció en la sede de la extensión universitaria de la UIB a propósito de la estancia ibicenca de Rusiñol. Autora de la mejor documentada y más extensa biografía del artista catalán - `Santiago Rusiñol, el caminant de la terra´ (Ed. 62, 2003)-, Vinyet Panyella realizó una semblanza del hombre que, a sus cincuenta años, animado por `Picarol´, decidió viajar a Ibiza para incrementar su colección privada de antigüedades, pero que, más allá del coleccionismo, sin duda encontró en la isla un lugar lleno de belleza. Aquí escribió y pintó, presenció unas curiosas elecciones, navegó por las aguas de Es Vedrà, recorrió despacio las calles de Dalt Vila.

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Santiago Rusiñol pertenecía a aquella clase de artistas empeñados en hacer de su propia vida una obra de arte. Su escritura, dinámica y colorista, estaba muy próxima a la pintura, y ésta, al mismo tiempo, de raíces simbolistas, lo estaba siempre de la literatura. Su colección de pintura y de antigüedades, que puede verse en el Museo Cau Ferrat, de Sitges, da una idea fiel de la variedad de intereses y gustos personales del artista. Él mismo escribió en cierta ocasión que «los coleccionistas son los traperos de los recuerdos».

Al contrario que otros artistas, que necesitan estar siempre cerca de las raíces, Rusiñol prefería las ramas de los árboles y hasta se diría que las alas de los pájaros. Era, efectivamente, como lo ha descrito Vinyet Panyella, «el caminante de la tierra». Viajero, cosmopolita, bohemio, como buen hijo del Modernismo, sus libros y sus cuadros son siempre evocaciones de su paso por este mundo.

Barcelona, Sitges, Granada, París, Aranjuez, Argentina, Italia, Mallorca... Como su amigo Rubén Darío, Rusiñol también creía que el artista debía ser, por naturaleza y por vocación, un hombre errante. En las Baleares encontró, además, lo que los viajeros artistas siempre han deseado: el color de las islas.

Hubiera estado de acuerdo también, me parece, con aquellas palabras que escribió una vez otro poeta, René Char, y que viene bien recordarlas precisamente esta semana en que se ha celebrado el Día Internacional de la Poesía: «A decir verdad, el poeta aprende poesía igual que el pájaro aprende a volar. Claro que se ejercita, trabaja, se perfecciona quizás, pero pertenece ya de nacimiento al género que vuela y no al que repta, aunque le guste poner las patas sobre el suelo y volver a su nido».