Opinión
El Pitiuplástico, el mar de las Pitiusas
Nuestra salud está tan ligada a la calidad de las aguas marinas como a la de nuestra propia sangre. Todo aquello que, por nuestra culpa, las contamina, termina también por intoxicarnos a nosotros mismos a través de esa fracción de su fauna que incorporamos a la dieta. Es un viaje de ida y vuelta. En el primero, nuestro crimen; y en el segundo, el lento pero inexorable ‘ajusticiamiento’ de nuestros cuerpos mediante las mismas ponzoñas con las que atentamos contra los océanos: mercurio, plomo, cadmio, aluminio… y microplásticos. Dicha condena por nuestro desafuero es la venganza poseidónica del mar; una especie de justicia universal, la de verdad, no la que preconizaba Aristóteles ni tampoco la de Garzón.
De ese modo, ingiriendo cualquier sufrida criatura marina triturada en nuestras fauces piscívoras, es como el mar nos devuelve, así de certero, cuanto veneno le arrojamos.
Lo mismo que nos sometemos periódicamente a análisis de sangre, también los océanos son objeto de rigurosas mediciones a manos de oceanógrafos y biólogos marinos, sus ‘hematólogos’ particulares. Los últimos muestreos que han llevado a cabo en el mar que rodea las costas pitiusas no han sido nada favorables. Ofrecen peores datos que la media de todo el Mediterráneo. Habrá que asimilar una verdad incómoda: hasta en islas paradisíacas −como Ibiza y Formentera− no nos libramos de bañarnos en compañía de una maraña asquerosa de plásticos. Nada de los delfines soñados ni de la sombra de Ulises.
Sepámoslo todos, pues, que corra la voz: el litoral pitiuso tiene el ‘colesterol’ disparado. O sea, que nuestras aguas contienen cantidades ingentes de residuos de plástico, desde los más grandes hasta los que no se ven a simple vista. Estos últimos, llamados microplásticos, son los de mayor peligrosidad, ya que se concentran en los tejidos de los seres vivos, entre otras calamidades. Si usted, querido lector, no para de bañarse en este mar, presuntamente de postal, y es de los torpes que traga mucha agua al nadar, no tema si ve luego que el pantalón le viene pequeño de cintura. Tranquilo, que no será por no dejar de comer ‘greixonera’ −¡qué va!−, sino por la barriga que se le irá criando a base de tragar este nuevo plancton de microplásticos. Ya se acostumbrará.
Pensábamos que nuestras playas y calas pitiusas eran cristalinas a rabiar, la envidia del Caribe. Posiblemente lo sigan siendo a pesar de todo, pero lo que está claro es que, en las últimas décadas, han ido perdiendo nota. La presencia creciente de plásticos es un hecho incuestionable que cualquiera constata a diario bañándose aquí. Hasta las llamadas ‘pelotas de Neptuno’ −qué nombre tan divertidamente equívoco−, las esferas compactas de fibras de posidonia que vemos en las playas, contienen fragmentos de plástico del fondo marino. Como sigamos así, llegará el día en que estas bolas almacenarán tantos de estos que, al lanzarlas contra el suelo, rebotarán con tal fuerza a la cara que nos desgraciarán el ojo bueno (el otro, con conjuntivitis, por culpa de un puñetero microplástico).
El plástico fue un invento revolucionario que nos hizo la vida más cómoda, nadie lo duda. Sus cualidades son bien conocidas por todos: diversidad funcional, bajo coste y extrema durabilidad. Tanto sobrevive al paso del tiempo que, cuando de mí no quede ni rastro −por poner un ejemplo−, la caperuza de plástico de mi primer bolígrafo Bic Cristal en el colegio aún seguirá intacta por ahí, aunque sea como basura.
El problema es que la ‘plastificación’ de nuestros hogares y otros entornos del quehacer humano la hemos extendido a todos los rincones del planeta, por no reciclar la mayoría de los residuos que deja este material, mucho más omnipresente ya que el propio Dios, que está planteándose muy en serio reemplazar su naturaleza divina por la del plástico, más garante aún de su eternidad.
Así que vamos camino de la ‘plastificación global’, sobre todo de los mares, diana siempre de nuestros excesos. Como no se ataje su vertido en ellos, y muy especialmente el que nos rodea en las Pitiusas, el azul irrepetible que resplandece como insignia identitaria en nuestras calas empezará a colapsarse de plásticos aquí y allá, todo un sarpullido. Desde un avión parecerán lunares de pesadilla. Puestos a imaginar, nuestras islas terminarán unidas a las costas valencianas por una especie de istmo flotante hecho con dicha materia. En vista de ello, Baleària se reinventará y trazará una línea de ferrocarril sobre el mismo.
Siglos atrás, lo normal era que las playas estuvieran libres de los vestigios propios de la cultura material de la época. Y si, de tanto en tanto, el mar depositaba algunos sobre la arena o las piedras de las playas, no obedecía sino a un mero naufragio o a la proximidad de una villa populosa.
Uno podía entonces andar larguísimos trechos a la orilla del mar sin toparse con ningún objeto del utillaje humano devuelto por las olas. Ahora, en cambio, hay que ir sorteándolos a saltos. La mayoría de plástico, claro.
En consecuencia, este mar nuestro balear lleva camino de convertirse en una fosa líquida congestionada de plásticos, sin sitio ya ni para las olas. Ni para estas ni para su antiguo nombre, el Mediterráneo. Pasará a llamarse el Pitiuplástico.
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