Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Retrato de otros veranos
No tuve una infancia feliz. Esas cosas de la felicidad no se pueden contestar en caliente, donde uno cae en llamar felicidad a cualquier cosa, o en contestar que sí, que se está bien, solo porque no le atraviesa un dolor de muelas o al menos tenemos trabajo, como están las cosas, ¡de qué vamos a quejarnos! Y es verdad. O no es mentira. Pero también es verdad que felicidad no es todo lo que no es la desdicha más absoluta, sin dejar lugar a la posibilidad —¡a la evidencia!— de que la vida es más bien una escala de grises. Larga, si uno tiene suerte. Eficiente si alcanza la sabiduría de discernir y gozar esos raros momentos, brillantes, de felicidad pura. Y conservarlos en ese álbum de la cabeza que nos asalta de tanto en tanto sin que podamos hacer nada, absolutamente nada, por domarlo.
Así que no tuve una infancia especialmente feliz, sino ni fu ni fa, y sin embargo hay una nostalgia de la niñez que me agarra de los tobillos cada tanto. Tan traicionera como inesperada, en cuanto a que no involucra las navidades, los recreos, el fin de curso o los cumpleaños —¿celebrábamos los cumpleaños?—. No, nada de eso, sino… los veranos.
Permítanme que, más que escribirles aquellos veranos, se los dibuje. Para que me entiendan. Para que viajen conmigo a un julio o agosto de aquella Ibiza de los 80.
Aunque modernísima para la época, mi casa seguía la ancestral costumbre de la isla: iba creciendo según la necesidad y los ahorros lo permitían. Pero la única niña siempre tuvo un cuarto independiente, mientras los tres niños compartían. Hasta que al tronco de la casa le fueron saliendo ramas en forma de otros dormitorios, otro baño, otra cocina, otra sala de estar...
Mi primigenio y pequeño dormitorio estaba contiguo al primigenio de mis padres y tenía la envergadura exacta de una cama ocupando toda la pared bajo la ventana. Junto a ella, una pequeña mesita de noche, y del otro lado un armario de dos puertas aunque, en realidad, solo una me pertenecía. La otra, la que no se abría, albergaba las mantas a destiempo, los trajes buenos que mis padres usaron alguna vez en la vida y las maletas color marfil con cerradura que probablemente solo usaron una vez. Y ya está. Porque ni yo ni nadie, jamás conocí a alguien con algo parecido a un escritorio.
Tanto recuerdo la colcha que he sentido un pellizco cuando, alguna vez, en algún rastro, he visto el cadáver de alguna. Nunca entera. Franjas blancas, rosas y azules vistiendo un pesado colchón del que, por un pequeño agujero, escapaba alguna brizna de lana y paja.
Sobre la colcha, un cojín cuadrado azul con un detalle de ondas en rayas marineras, a juego con la cortina que en verano, siempre, siempre estaba abierta.
Y ahí empieza la magia. Perdón…: la nostalgia. La banda sonora era el ruido de las chicharras. Por favor, observen la etimología del concepto: tanto chicharra como achicharrar aluden al influjo de la onomatopeya ‘chi chi’. Las unas, para atraer hembras o para avisar a otros machos a do de pecho que, ojo, este trozo de la huerta es mío. Y lo del calor sofocante, para avisar crepitando la tierra seca que esto es fuego, ¡que no salgas! Que te quedes a cubierto.
Entre el chi chi de las unas y del otro, abría un ojo al despertarme y, por entre las persianas de madera, se filtraba a chorro la luz del verano, dibujando rayas por el armario, por la pared, por el techo y, entre ellas, el espectáculo de millones de motas de polvo flotando en el aire. Solo visibles en las rayas iluminadas, bailaban de un lado a otro, de arriba abajo, desapareciendo al llegar a la raya oscura para volver en la siguiente. Me quedaba hipnotizada, solo mirando o, a ratos, intentaba la travesura —todavía tumbada en la cama— de levantar una mano en el aire para desordenarlas. Se creaba un alboroto de polvo en suspensión hasta que, poco a poco, se acomodaba en la cadencia que le venía en gana.
Y eso es todo. Más que las excursiones en bicicleta con la pandilla, una vez que yo, como la única niña de la casa, había acabado todas las tareas —cuando ya había limpiado el polvo fatigado de bailar que había caído rendido sobre cada una de las tacitas y platitos en exposición en cada una de las estanterías—. Más que los partidos de fútbol en el descampado, las visitas de los primos o el dedo a punto en el rec del radiocasete por si el locutor pinchaba la canción que querías y, ay, qué risa, leía tu dedicatoria a fulanita y menganita, que no verás hasta después del verano.
Y aunque, por supuesto, he vuelto a escuchar el chi chi de chicharras y del calor intimidante; aunque he visto colarse insolente la luz del verano por otras rendijas; aunque me he quedado poseída mirando la danza del fino polvo en suspensión —por ejemplo, en el desierto de Thar o de Agafay—… nunca se han dado todos estos acontecimientos juntos, por lo que, lejos de saciarme, despiertan en mí una nostalgia difícil de explicar y que, solo a duras penas, puedo dibujarles: un retrato de otros veranos.
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