Opinión | Desde la marina

Estos julios no son como eran

Uno recuerda julios de ingrávidos amaneceres y crepúsculos apacibles

Agobiado por el desbarajuste de los calores, los despropósitos de la política y la masificación del turismo que nos ahoga, les invito a que, por un momento, nos refugiemos en los julios más amables y llevaderos de la memoria. Uno recuerda julios de ingrávidos amaneceres y crepúsculos apacibles, cuando era una delicia navegar una mar de encalmados azules, adentrarse en los bosques al abrirse el día y descubrir el bullicioso despertar de los insectos, el tembloroso vuelo de las mariposas, la algarabía de los pájaros, el lujo del cánoro jilguero, la tímida jeta de un pequeño erizo que se desovillaba y la iridiscente gota de rocío prendida en una tela de araña. Es curioso que se hayan puesto de moda las atardecidas en Portmany que, ya en los sesenta, adolescentes, nos llevaban a San Antonio en bicicleta para ver la caída del sol sobre la Conillera que se nos antojaba una mujer recostada en las aguas sobre las que el sol descendía en orgasmático incendio. Aquellas nupcias de sol y mar nos parecían un rito sagrado en el que toda la naturaleza oraba a un dios desconocido. ¡Ensueños de la edad!

En los campos de aquellos julios finalizaba la siega y era el tiempo de rastrillarlos, de pasar els carretons de batre, con las horcas ventar en las eras, cribar en los cedazos el grano y ensacarlo para llevarlo a los molinos. Todavía queda algún anciano que recuerda la batuda: «Si no fos pes carretó / que va darrera darrera / no hi hauria cap somera / que batés un cavaió. / Muletes, correu, correu, / fareu sa paia menuda; / si la feis llarga i troncuda / en s’hiver la hi trobareu». Era tiempo de recoger ciruelas, manzanas, cerezas, melones y monumentales sandías. Ses figues flors estaban en sazón y las mujeres las recogían frescas, prematinales, en pequeños cestos. Ses figues negres, carnosas, grandes y melosas, se recogían por San Martiriano y Santa Monegunda. Y ses rojals, menudas pero ambrosianas, por Santa Primitiva y San Pantaleón. Los romanos ya se hacían lenguas de aquellos higos nuestros que, convertidos en xereques, llegaban a Roma. Aquellos julios de nuestra adolescencia sólo eran malos para los animales que, martirizados por tábanos y moscas pijoteras, sesteaban la solana debajo de las higueras y no salían a los herbazales hasta el avemaría, cuando veíamos a las melancólicas ovejas ramonear, hasta que llegaba la noche, en los últimos pastos.

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