Opinión | Tribuna
El ciclo de la vida
Hubo una época en la que me enamoraba platónicamente de tres de cada cinco chicos. De uno me encantaba cómo se retiraba el flequillo lacio de delante de los ojos. De otro me gustaba cómo llegaba subido a su Vespino color rojo al colegio, su forma de bajarse de ella y cómo se colocaba al jersey y de otro me flipaba su manera apasionada de jugar al fútbol y sus gritos y gesticulación cuando fallaba el tiro a la portería. Cada quince días me enamoraba y me desenamoraba de alguien. Las hormonas adolescentes seguían su camino y yo iba al pairo de sus designios.
En esa época todo me daba vergüenza. Que se me cayera un libro al suelo, tropezar, mi pelo, no tener pecho, una carcajada más alta, los granos. En general, mi existencia me daba vergüenza. Y, por encima de todo, mis padres me daban mucho apuro. Su forma de vestir, que se dirigiesen a mí si mis amigos estaban delante, que alguno viniera a recogerme a la salida del colegio o que mi madre se protegiera de la lluvia con una bolsa de plástico un día que llovía a cántaros y que la pobre se dejó el paraguas en casa. Visto con perspectiva, es la mayor injusticia que he cometido con ellos, pero la adolescencia es devastadora. Y, como cualquier madre que convive con hijos de esas edades, hablo con conocimiento de causa.
Recordé esa época turbulenta de tirana púber el fin de semana pasado, cuando fui a un final de curso de mis churumbeles, que se celebraba en un polideportivo. Fue el sábado y, desde las cuatro de la tarde y a treinta grados de temperatura, pasé dos horas y media sentada en una silla de plástico y viendo a cientos de jóvenes hacer coreografías con canciones desconocidas. La humedad y el calor humano eran tan intensos que acabé convirtiéndome en un ser brillante andante. Como madre devota que soy, no hay sofoco que impida que me levante efusivamente de la silla (de plástico) para darle un abrazo y la enhorabuena a mi hija que, para mí, es siempre la mejor. Fue ahí cuando noté su ligero rechazo. Lo percibí en su ‘gracias’ disimulado y en su forma de posar sus ojos como platos en mi camiseta. En mi camiseta empapada por el sudor y en mis axilas al más puro estilo Camacho. Que tus hijos se avergüencen de ti es comprensible, pero la primera vez que lo sientes es una experiencia emocional.
Volví a casa echando una lagrimilla y sintiendo el tempus fugit de forma intensa. Conduciendo por la autovía con el aire acondicionado a siete grados, me reconocí en mi madre. Me vi sirviendo una cucharada más de sopa, a pesar de que me digan que no quieren más, porque pienso que estar bien alimentados es sinónimo de buena salud. La recordé despertándose a media noche para confirmar que habíamos llegado a casa sanos y salvos. Me identifiqué con sus “cuídate” recurrentes, con sus suspiros sonoros y de alivio en cuanto se hacía el silencio y apagábamos la música machacona o con su forma de decir que el azúcar es veneno. Hay belleza en el ciclo de la vida.
Vi al chico del flequillo saliendo del supermercado. No tiene pelo, pero sigue siendo guapo.
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