Opinión | Tribuna
El sheriff de las catenarias
Domingo, 8 de junio, sobre las 20.30 horas. Acceso a la zona de embarque del aeropuerto de Ibiza. El interminable zigzag previo a los arcos de seguridad está vacío y apenas hay gente esperando a depositar sus maletas en las cintas transportadoras para que sean escaneadas. Un grupo de pasajeros, hartos de hacer el Forrest Gump por la terminal porque ninguno de los operarios que supervisan la zona se digna a dedicar medio minuto a soltar tres o cuatro cintas en un extremo de las catenarias, descubre que hay unas pestañas de plástico a modo de puertas, que se pueden abrir y así atravesar de forma directa hacia el puesto de control.
Ante el protocolo borreguil que impone la terminal ibicenca –en otros aeropuertos las catenarias se van regulando en función de la concentración de pasajeros–, el individuo que va delante comienza a abrirlas y a atravesarlas directamente, haciendo lo mismo la decena que marcha tras él. Sin embargo, por allí también anda un empleado del aeropuerto, de esos que ejercen de sheriff en su pequeña parcela de poder, con chulería y petulancia; de esos que se dedican a palmear el aire cuando pasas a su lado y espetan a viva voz, como si fuéramos sordos, “vamos, vamos, venga, vega”, metiendo prisa a la gente como si pastoreara un rebaño de ovejas, pese a que el espacio está vacío y no existe urgencia alguna.
Cuando dicho personaje de pronto descubre el atajo improvisado por ese pequeño grupo de turistas rebeldes, acude raudo y gesticulando con todo tipo de aspavientos simiescos. “No, no, no”, grita mientras corre a detenerlos, obligando a los rezagados a reiniciar el absurdo zigzag, generando vergüenza ajena a todo aquel que asiste a la escena y un buen nivel de cabreo a quien lo padece.
Yo contemplo el sainete del maletero justiciero desde la pequeña cola junto a la cinta de control de equipajes. Sólo hay dos chicas delante de mí, nadie atrás y estoy un metro separado de la que tengo más cerca. De pronto, el sargento de hierro se acerca a meterme prisa y me ordena, con idénticos malos modos, que me adelante y me arrime a las muchachas. Yo permanezco impertérrito en mi sitio, esperando mi turno. El tipo vuelve a insistir en que me adelante. Ahí ya no me queda más remedio que contestarle que si lo que pretende es que me eche encima de las señoritas que tengo delante. Me contesta que allí se hace lo que él diga. En ese momento, las chicas avanzan y yo hago lo mismo, manteniendo la distancia y ahí le dejo plantado con sus pestes.
Una vez superado el control y recogidos mis bártulos, le pido a uno de los miembros de seguridad, con educación y tranquilidad, que me indique dónde puedo poner una reclamación. El operario, también con malos modos, responde que, si quiero reclamar, que hable con la Guardia Civil, ahí al lado. Busco a los agentes de la Benemérita –desconocía que también se dedicaran a la cuestión de las reclamaciones–, pero no los encuentro. Le pido entonces lo mismo a otro uniformado de la seguridad aeroportuaria, que es más amable pero no sabe qué responderme. Entonces llama por teléfono a un superior, le da las explicaciones pertinentes y después me pasa el aparato. Al otro lado del auricular, una voz de mujer me informa que la única manera de poner una reclamación es volver a la zona anterior de la terminal y acudir a las oficinas.
Un sistema de reclamaciones, por tanto, fantástico. Aquel que quiera denunciar el maltrato recibido sólo tiene que volver a salir, localizar los despachos de Aena, expresar su denuncia por escrito y luego volver a enfrentarse con el calvo de gafas de antes para acceder al control por el que ya había transitado, arriesgándose a perder el avión. Lógicamente, ante tal cúmulo de facilidades, nadie acaba poniendo una reclamación, lo que supone una vulneración flagrante de los derechos de los pasajeros que quieren dejar constancia del mal servicio recibido.
Que el aeropuerto trata a los viajeros como si fueran una caterva de apestados, lo sabe todo aquel que frecuenta la terminal y asiste o padece a menudo actitudes tan bochornosas como ésta. Sin embargo, que las autoridades pitiusas no lo denuncien y permitan, además, que el aeropuerto se transforme en un bazar discotequero infumable no tiene ni medio pase. Hoy, los viajeros que llegan a la isla se encuentran un cartelón enorme al salir de la zona de recogida de maletas. No les da un “Bienvenidos a Ibiza”, sino un “Welcome to the Universe”.
En esta isla vivimos del turismo y al turista se le respeta y se le trata con cortesía, y al residente, por supuesto, también. Máxime desde una institución pública como ésta. De vergüenza.
@xescuprats
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