Opinión | Tribuna
Un árbol, un acto de amor
Varios compañeros de trabajo han asistido a un congreso sobre arboricultura. Tras escuchar sus aprendizajes, he decidido que, antes de que acabe el año, plantaré un árbol. Me parece que es una de las mejores contribuciones que se puede hacer al bien común. Ya no al jardín o al corralito de tu casa, si tienes la suerte de tenerlos, sino al beneficio de toda la sociedad. Plantar un árbol es un acto de amor y de generosidad hacia el futuro. Corroboro esta decisión después de pasear por una calle plagada de edificios espantosos, uralitas asfixiantes y fachadas con ventanas y cortinas desvencijadas. La clásica calle de la periferia, ésa que no sale en las revistas sobre turismo y destinos boyantes, pero en la que vive la ciudadanía de carne y hueso. Para descubrir la evidente fealdad de esa calle debo prestar mucha atención, porque los árboles lo disimulan todo. Antes que fijarme en los portales a los que les falta una cerradura, prefiero mirar las copas frondosas. Antes de percatarme de las ventanas tapiadas y de los cristales medio rotos, disfruto de las sombras de las ramas y las hojas sobre la acera. Todo es más bonito si hay árboles cerca.
Cuenta la escritora Irene Vallejo que su abuelo regaba el árbol que tenía debajo de su casa en Zaragoza. El señor bajaba con un cubo repleto de agua y refrescaba a su vecino de portal todas las semanas. Cuenta, también, la escritora que ese árbol mimado y cuidado es hoy, décadas más tarde, el más alto y bonito de la calle. Un bello legado. Los árboles albergan historias como ésa y como otras. Mi tía recibió una amonestación de una profesora por hacer dibujos de parejas dándose besitos a la sombra de un olivo. Y, hablando de cuestiones amorosas, recuerdo con mucha alegría una tarde que pasé bajo un algarrobo junto a un chico que me encantaba en la época de la universidad. Los niños trepan por las ramas, se hacen cabañas y los pájaros construyen nidos. Los que somos más mayores lo pasamos bien viendo la vida pasar, mientras nos sentamos bajo sus sombras y recuerdo que mi abuela disfrutaba de las tardes en las que se apoyaba en el tronco de una higuera o de un caqui y comía sus frutas recién recogidas.
Hace unas semanas leí que un grupo de arquitectas trabaja para cambiar los barrios de su ciudad a partir de la plantación de árboles y de creación de espacios verdes. A más vegetación en zonas urbanas, más tiempo pasa la gente en la calle, más deporte se practica al aire libre, más relaciones vecinales, mayor cohesión social y más bienestar mental. Al margen de los beneficios emocionales y mejoras en la convivencia, los árboles son nuestros aliados en la lucha contra los efectos del cambio climático. No sólo por la absorción de CO2, sino que sus sombras rebajan la temperatura hasta diez grados. Quién tuviera un buen paseo arbolado nada más salir de casa.
El calor de las últimas semanas demuestra que, sin una revolución verde, el futuro es árido. Para esta revolución necesitamos a políticos capaces de ver y de comprometerse más allá de lo que dure su legislatura. Mientras los encontramos, voy a plantar mi primer árbol y a sentirme orgullosa por ello.
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