Opinión | Para empezar
El viejo desastre del transporte público
Hace unos años y tras una avería mecánica que me dejó sin coche buena parte del verano, hice una serie de artículos sobre el desastroso estado del transporte público en la isla. Unos artículos que sentaron fatal al entonces conseller insular de Transportes, que se quejó, me acusó de malintencionado e intentó rebatir una realidad palpable a través de notas de prensa surrealistas.
En una de ellas, y para contestar a la falta de frecuencias a primera hora de la mañana, cuando muchas personas se desplazan a sus trabajos, la conselleria aseguraba, más o menos, que la hora punta en Ibiza no eran las 8 o las 9, sino las 12, que es cuando lo usan más turistas, y por eso había más frecuencias al mediodía. En otra, sobre el estado de las paradas, que en mi barrio, por ejemplo, estaba señalizada con un palo al que se había pegado el folio con los horarios con cinta aislante, anunciaba un plan de mejora que se iba a aprobar y aplicar de forma inminente.
En todas, en general, se señalaba que en cuanto se adjudicara la nueva contrata, que estaba al caer, el sistema del transporte público ibicenco viviría una revolución desconocida.
De esto han pasado cuatro años y seguimos igual, ni plan de transporte ni nueva contrata ni plan de mejora de las paradas ni más frecuencias ni nuevas líneas. Nada. El transporte público de Ibiza sigue siendo el mismo desastre. Un desastre más viejo.
Este mes han comenzado las restricciones de entrada de vehículos en la isla, algo que cualquiera que circule en coche por las carreteras ibicencas en verano podrá entender como necesario. Les pedimos a los visitantes que no vengan en coche para evitar la saturación, pero la alternativa que les ofrecemos es un transporte público sin frecuencias suficientes y con paradas con totems que no funcionan, con lo que es imposible saber cuándo va a pasar el próximo bus, y sin marquesinas en la mayoría de los casos. Menos mal que algunos usuarios cívicos ponen los asientos que encuentran en la basura para, al menos, esperar cómodamente en el tercer mundo.
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