Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Trashumantes
Soy nómada o, más probablemente, trashumante. Me llevó un tiempo, no crean, poner nombre a esta sensación por dentro de no encajar en Ibiza. De pertenecer cada vez menos. Y eso, cuando nací y crecí en la mejor de sus versiones. ¿La Ibiza de ahora? ¡Ay, la de ahora...! Y la culpa de todos sus males no es suya, sino de quienes la gobiernan, por supuesto. De quienes por pusilanimidad u omisión han permitido que la llaga se convierta en gangrena.
Pero como lo opuesto al amor no es el odio, sino la indiferencia, habrán adivinado en lo rápido que salto que mi amor por la isla permanece entero. Y es recíproco. Ibiza y yo, a nuestro modo, nos entendemos... Y añora, como yo, aquellos tiempos pretéritos.
Pero como hay que tener alas, vaya que sí, pero también raíces, en vez de en un punto en el mapa en concreto enraicé, broté y me multipliqué en personas. Y, ¡joder! Qué pedazo de personas… Los más grandes, por supuesto, mis hijos. ¡Qué manera de brillar! ¡Qué fosforescencia! Y luego, esos puñados de grandes amigos, repartidos en todos y cada uno de los lugares en que alguna vez fui feliz. Ibiza, por ejemplo. Donde hace años decidí que no era donde quería vivir pero sí donde quería volver. Y volver y volver...
Y tras cada vuelta se me queda el corazón un tanto desordenado. Déjenme ponerle algún ejemplo de mis altos y mis bajos: conocí la otra noche a un tipo que me contó cómo, tras muchos años en la isla, la vida le fue estrangulando poco a poco y había acabado, a estas alturas del partido, alquilando una habitación en una casa perdida y compartida. “Estoy a una habitación de que la isla me expulse del todo. Si por lo que sea, me dijeran hoy que tengo que dejar esta habitación, ya no tendría ninguna posibilidad”. Y viendo en Idealista anunciarse habitaciones a 2.500 con el pretexto de esa penitencia que es la ‘temporada’, cualquier ibicenco dentro o fuera de la isla sabe que no exagera ni un poquito. Y sin embargo, teniendo toda la razón del mundo, también se equivoca. Y se lo dije. ¡No es la isla! La propia Ibiza hace mucho que es la primera que grita. Y quien dice Ibiza, dice muchos sitios, lo sé. Pero en una isla de 40 kilómetros la alternativa a la tierra es el agua y hasta con el agua ibicenca se especula, se trafica. Hasta el agua se maltrata. Todo culpa de los médicos a cargo de la herida, por supuesto, empecinados en prescribir placebo. Y la gangrena que no sana…
Pero vuelvo a Ibiza, como siempre. Cumplo mi parte y vuelvo. Cuando puntualmente las burocracias, el trabajo, la familia o alguno de mis queridos amigos me reclama. Antes de que el olor a pus se torne insoportable en julio y agosto. Y si me apuran, también en junio y septiembre. Y en lo más alto de mis altos, entre mis citas imprescindibles… el segundo fin de semana de mayo: el Medieval. ¡Por lo que más quieran, no se pierdan Ibiza en mayo! El primer domingo, Anar a maig, en Santa Eulària, con sus carros engalanados, sus payeses y sus podencos, concentrando lo mejor del folclore y las tradiciones de la isla. Y el segundo fin de semana, de jueves a domingo, la hermosa Dalt Vila convertida en el escenario perfecto para acoger el Medieval; con sus artesanos, bufones y juglares. Con sus justas a caballo. Y aunque me consta que hay otros festivales medievales… como este no, como este no. Eso sí es Ibiza y no lo que señalan los tabloides y los hashtags de las influencers.
Y alterno mis viajes sola, porque sí, con aquellos como en mayo en que me acompañan mis amigas de fuera a visitar a mis amigas de dentro. ¡Porque como vengan una sola vez quedan ya enganchadísimas! Y volvemos y volvemos, ahora juntas, a mis rincones favoritos: esta playa para saltar las olas, esta para bucear. Este chiringuito para comer arroz, este lugar para escuchar música y bailar. “Abierto todo el año” les digo como pista para discernir lo que vale de lo que no la pena. Y, como profesionales ya en reconocer lo que es bueno, se alegran como yo misma cuando descubrimos, todavía, en algún escaparate una vieja postal de mi abuela vestida de payesa cosint espardenyes.
Y entre mis imprescindibles está elegir esa ruta opuesta a la que indican las señales de tráfico. Aunque me pierda o, más probablemente, para perderme. A solas, un viejo Panda y mis pensamientos entre la tierra que miro ahora en lo más bajo de mis bajos porque sé que aunque quisiera vivir aquí, ¡tampoco podría en modo alguno! Aunque toda esta tierra sea la mía, son otros los que le ponen precio y nos condenan —queramos o no— a ser trashumantes.
Y ya por último, para llevarme al aeropuerto en la retina, vuelvo a esos otros lugares sin interés para cualquiera que no los mire desde los ojos del amor recíproco y la nostalgia. Como este olivo en mitad de un campo de trigo seco, o el balcón que un día fuera el de mi abuela. Kamikaze, sabiendo que se quedará conmigo este pellizco aquí en el pecho. Pero no todo puede explicarse, y a nuestro modo, Ibiza, el pellizco y yo nos entendemos.
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