Opinión | para empezar

Los guarros del barrio

Pocos finales de libros distópicos me han dado tanto asco como el de ‘Lena y Karl’ (Mo Daviau, Blackie Books). Recuerdo que leí las últimas páginas de la misma manera que veo las películas de miedo: con los dedos de las manos tapándome los ojos para verlo todo a medias. En el libro, el protagonista encuentra un agujero de gusano en el armario de su habitación que le permite viajar en el tiempo y monta una empresa para que cualquiera pueda estar en su concierto favorito. A partir de ahí, aventuras, mucha música, amor, desamor... Y un final en un futuro en el que los protagonistas prácticamente nadan en basura. Viven rodeados de basura.

Lo dicho, un asco. Se supone que ‘Lena y Karl’ es una distopía, pero en esta sociedad en la que las distopías tienen cada vez las vidas más cortas porque la realidad las atropella, empiezo a tener la sensación de que esa distopía de respirar basura, nadar entre inmundicias, sortear mierda a cada paso y contemplar papeleras y contenedores desbordados y chorreantes está ya aquí.

Para hacer esta afirmación no necesito ni salir de mi barrio, Platja d’en Bossa, que desde que ha comenzado la temporada parece un estercolero con playa y vistas al mar. Algunos recogemos las caquitas de nuestros animales, pero otros muchos no. Hace unos días una señorita muy señoreada dejó los regalos de su perrita pomerania en la arena de la playa, donde poco después alguien seguramente pondría su toalla. Aunque una vecina se lo recriminó, puso cara de culo y siguió adelante.

Las papeleras del paseo no se vacían en días. La basura se acumula en ejercicios de equilibrio que ni en el Circo del Sol. Y cada mañana las zonas de bancos aparecen salpicadas de huesos de alitas de pollo, envases de hamburguesas, latas vacías, botellas rotas... Un peligro. Para los niños que juegan en la zona, los peludos que pasean y los humanos que van en chanclas. Eso por no hablar del hedor a orines de las calles que conducen a la playa. A falta de baños públicos, bien vale un alcorque. O el portal de tu casa.

Y luego están los que se llevan la palma. Clientes y trabajadores de restaurantes y bares (sobre todo uno) que creen que los jardincitos son un cenicero. Puesto ahí sólo para ellos. Más de treinta colillas diarias. Los guarros, esa distopía que ya está aquí.

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