Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Toda la demás
La maternidad me llegó tan temprano que la cuna de mi hija la compraron mis compañeras de instituto. Tan temprano que ni me dio tiempo a plantearme si quería tener hijos. ¡Qué cosas digo! Querría, seguro… más que por querer querer, porque en estas y tantas cosas somos víctimas de la cultura. De la programación. Y pertenezco a aquella generación en la que, nada más nacer, te vestían de rosa con un lazo que apretaba fuerte, y te decían cien mil veces: “las niñas hacen esto”, “las niñas no hacen eso”. Quedarme embarazada, por ejemplo.
Aquello que a mí me pilló tan temprano. Tanto, que en la balanza pesó más que la asfixiante lista de cosas que las niñas no hacíamos un sueño en el que vi a mi hija y me llamó mamá. Ya ven, cien mil a una y me marché de casa dejando una carta a mis padres, pidiéndoles perdón por la vergüenza que sabía que iba a causarles. Pero estaba embarazada y había decidido tener a mi hija.
Era tan joven que no sabía lo que era la vida, pero no en el sentido que imaginan. Me refiero, por ejemplo, a que acudí a la recién creada ‘Oficina de Ayuda a la Mujer’, convencida de que me ayudarían a encontrar un hogar, que me dirían —por primera vez en la vida—: tú puedes todo lo que quieras. Pero la única ayuda que tenían para ofrecerme era abortar. “Pero, si has decidido tenerla, entonces, ¿qué ayuda quieres?”. ¡Cómo explicarles que... toda la demás!
Y de allí fui al Juzgado a pedir la emancipación, multiplicando la vergüenza que padecerían mis padres. Y así me convertí en adulta —incluso antes que en madre—, con quince años. Una prematura adultez que solo me sirvió para ser la única que pudiera decidir si continuaba con el embarazo o no. Bueno, y para precipitar mis decepciones de adulta que se corta entre las aristas del sistema. Porque mis ambiciosos planes adultos incluían la utopía de cobrar por mi trabajo un sueldo como los demás —sí, pertenezco a esa generación que trabaja desde los catorce— y no la miseria que cobraba como menor. O sacarme el carné de conducir para no llevar a mi hija en un Vespino. Pero resultó que, para todas estas cosas... seguí siendo menor.
Y aunque guardo burocrático rencor, retomemos lo de esta maternidad mía, temprana. Tanto, que aquella niña con el pelo pincho fue el primer bebé que jamás sostuve en brazos. Tanto, que cuando venían algunas señoras de visita y le hablaban y le decían aquello de “ajó, ajó, ajó”, no sabía dónde meterme. Yo, ¡tan nueva!, pero tan capaz de ver que mi hija era listísima, no entendía cómo lanzarle onomatopeyas podía, en modo alguno, incentivarla a interesarse por nuestro idioma. A saber si porque en nuestros ratos a solas le dedicaba palabras verdaderas y enteras, pero apenas unos meses después, mientras la llevaba en su carrito con aquellos pinchos recogidos en dos coletas, una señora se agachó a lanzarle un “ajó” y ella se giró, algo preocupada, y me dijo en voz alta y clara: “Mamá, ¿qué le pasa a esta señora? ¿Es que no sabe hablar?”. Y tuve que explicarle que las señoras a veces son así, sobre todo cuando se encuentran a una niña muy muy guapa, mientras nos sacaba rápidamente de allí.
Y cuando en vez de señoras venían mis amigas de instituto a vernos —en cuanto se cerró la veda de padres que no se lo permitían por si lo de mi embarazo resultara, como el covid, contagioso por aerosoles—, las conversaciones sobre la textura de las heces o sobre cómo se iban introduciendo alimentos sólidos en la papilla; el cansancio de los dobles turnos para llegar a fin de mes… créanme que no surgían jamás entre sus juveniles inquietudes, mucho más centradas en “¿qué me pongo este sábado?” o “me ha pedido salir fulanito que ha roto con menganita, ¿crees que debo decirle ya que sí o espero al sábado siguiente?”. Constatando dos hechos todavía de rabiosa actualidad:
1. Que quien defiende su hipotético derecho a obligar a ser madre a quien no está preparada es un perfecto gilipollas.
2. Que la adolescencia programada per se es una etapa un tanto inútil que no me extraña que otras generaciones directamente se saltaran y un error para una sociedad que pretende ser productiva extenderla hasta los treinta y tantos.
Pero volviendo a la actualidad, la productividad y los treinta y tantos, la edad media para ser madre en España se sitúa, hoy, en los 33. Más o menos la que yo tenía cuando mi hija cumplió su mayoría de edad. Las admiro tanto… ¡a todas ellas! Porque en absoluto mi maternidad fue sana. ¡Qué va! Como muchísimo, puedo alcanzar a catalogarme en el amplio espectro de madres regular. Pero incluso con todo lo duro que fue, con todo lo que hubiera querido darle y no tuve... se me parte el alma cada vez que una amiga se lamenta porque hubiera querido ser madre y no pudo. ¡Con toda una vida de ganas acumuladas! Pero el sistema, erre que erre, poniéndonos zancadillas... La insalvable, hoy, se ilustra en la edad media para acceder a una vivienda: 42 años. ¿Se dan cuenta? Aún no han entendido el “toda la demás”.
Pilar Ruiz Costa es escritora @otropostdata
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