Opinión | Para empezar
Quien tiene una biblioteca tiene un tesoro
Aprender a leer no es sólo descubrir qué dicen las letras cuando se amanceban unas con otras. Tampoco desentrañar las infinitas combinaciones de palabras. Ni siquiera es dejar que tu imaginación produzca más que Netflix página a página. Eso es maravilloso. A cuántos de nosotros no nos ha salvado un libro. O muchos. Hay quienes miramos nuestras bibliotecas y no vemos estanterías vencidas por el peso del papel sino un hospital, una máquina del tiempo, un salvavidas, unas alas enormes, un parque de atracciones, un bálsamo, una fábrica de risas, una vía de escape, un paraguas para nuestras propias tormentas, un refugio, un faro, un revulsivo, una compañía que nunca te falla. Pero no es sólo eso.
Aprender a leer es descubrir que, por pequeña que sea, si tienes una biblioteca tienes un tesoro como el de Long John Silver. Es que se te encoja el corazón cada vez que prestas un libro, abrazarlo cuando vuelve y susurrarle al lomo que nunca más lo dejarás marchar. Es quedarte huérfana como un personaje de Dickens al llegar al final de cada historia que te hace cosquillas o te rompe el corazón. Y guardarle al menos una noche de duelo hasta escoger tu nuevo compañero de lectura.
Aprender a leer es comprar y regalar decenas de veces el mismo libro del que te enamoraste cual Julieta. O que te rompió tal manera que aún, por más años que pasen, te lames las heridas. Es ser consciente, cada vez que pasas la primera página de un libro, que quizás al llegar a la última no seas la misma. Y arriesgarse. Y disfrutarlo. Porque quien se asoma a un libro a veces se asoma a su propio abismo.
Aprender a leer es poner en duda aquello que leíste. Cómo lo leíste. Ponerte contra las cuerdas. Es saber que releer no es sólo volver a leer. Es entender que algunos títulos no son para ti. O que, pobres, llegaron a tu vida en el momento equivocado. Aprender a leer es saber que aunque tu mundo se derrumbe, siempre tendrás un libro al que agarrarte. Feliç Sant Jordi (con retraso).
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