Opinión | Tribuna

El legado incalculable de Vargas Llosa

Vargas Llosa atribuye a su padre y al sufrimiento que le acarreó, el que se dedicara a la literatura con tanto empeño. Es muy posible que sea el dolor y la infelicidad lo que te lance a escribir.

En el momento de ponerme a escribir estas líneas, ya han pasado varios días desde el fallecimiento de Vargas Llosa, y prácticamente se ha dicho y escrito todo sobre él. Toda esta información la he consumido con avidez, porque era un personaje que me interesaba: en él se daban muchas circunstancias y cualidades sobresalientes, como sus extraordinarias y archiconocidas habilidades literarias. Él negaba ser poseedor de un talento innato; lo suyo, decía, era trabajo y disciplina. Su pasión perpetua y entusiasmo contagioso por la literatura y la lectura hacían que, cuando te recomendaba un libro, te precipitaras a leerlo con fruición.

Su enorme ambición, su curiosidad irrefrenable por todo lo que ocurría a su alrededor, su sed de conocimiento sobre la época que le tocó vivir y los personajes que la protagonizaban; su agudeza, su sinceridad a la hora de analizar los sucesos y acontecimientos acaecidos, su fidelidad a sí mismo —nunca le detuvo al escribir el ir en contra de la opinión de sus lectores—. Era llamativa la importancia que concedía a los seres anónimos con los que se cruzaba; también su interés por la historia, las artes, el cine, la música, el teatro, los viajes. Irradiaba magnetismo, cosmopolitismo, alegría, carisma. Vivió abundantes relaciones amorosas, profesó devoción y dedicación a su familia, a su ‘tribu’, como les gustaba denominarse.

Estaba también la belleza: muchos le consideraban guapo. ¿Hasta qué punto influyó eso en su éxito, en su existencia tan plena, tan intensamente vivida?

La respuesta de cómo y de qué manera se desarrolla un proceder siempre acaba remitiéndome a la infancia. La suya fue idílica hasta los diez u once años, hasta que apareció su padre. Un Edén, decía él, algo que, según los expertos, constituye una suerte de vacuna, un refuerzo ante muchas dificultades y sinsabores que, inevitablemente, vendrán. Durante todo ese tiempo vivió convencido de que su padre había muerto. La realidad era que había abandonado a su madre al quinto mes de embarazo. Durante ese periodo, fue criado y arropado por la numerosa familia materna.

Aunque nació en Arequipa, Perú, esos años decisivos los pasó en Cochabamba, Bolivia, donde el abuelo, que ejercía de patriarca bondadoso, dirigía una plantación de algodón. En la casa vivían abuelos, hijos, primos, tíos, parientes; entraban y salían amigos. La vida transcurría en armonía, tranquilidad y alegría. Mario recibía amor y atención por todos lados; todos celebraban sus gracias, sus ocurrencias, sus travesuras. Su familia materna no era rica, pero sí buena, cariñosa, bien relacionada, querida y respetada.

Su padre, un ser resentido socialmente —el pecado nacional del Perú, escribió Mario—, era violento, maltratador, insociable. Apareció de golpe en su vida y, sin muchas consideraciones ni explicaciones —pues debió pensar que tanto la mujer como el niño le pertenecían—, se llevó a su hijo y a su madre a iniciar una nueva existencia en Lima, donde los gritos, los insultos, los castigos, los golpes, el aislamiento, vinieron a sustituir el paraíso de juegos, caricias, risas, amor y amigos que habían sido hasta entonces sus días. Todo se vino abajo. Todo, menos la lectura, que continuó presente en Mario, convirtiéndose en un refugio donde guarecerse de tanto dolor, de tanta pérdida, de tanta añoranza.

El padre, convencido de la eficacia de la violencia en la educación para forjar un verdadero hombre —un macho y no un «maricón amante de la lectura», como decía él—, lo metió, al finalizar la enseñanza primaria, en el colegio militar Leoncio Prado. La brutalidad de la experiencia vivida la plasmó en una obra: ‘La ciudad y los perros’, su primera novela, que, después de varias negativas editoriales, publicó el editor catalán Carlos Barral, quien, con enorme habilidad, logró sortear todas las dificultades que la censura de la época —era 1963, plena dictadura franquista— imponía a la cultura.

Ahí comenzó su despegue como literato, que lo llevó a las más altas cimas de reconocimiento. Vargas Llosa atribuye a su padre y al sufrimiento que le acarreó, el que se dedicara a la literatura con tanto empeño. Fue ese sufrimiento, unido al desprecio manifiesto de su progenitor hacia las letras, lo que lo impulsó a escribir. Sin esas dolorosas experiencias, no habría sido escritor ni habrían sido la defensa de la libertad, la democracia y la lucha contra toda clase de totalitarismos temas tan recurrentes y capitales en su obra literaria y en su vida en general. Es muy posible que sea el dolor y la infelicidad lo que te lance a escribir. Una vida sin daño sería como el ¡Hola!, donde él, Vargas Llosa, también reinó una época, a su pesar, dijo él.

«En España se entierra bien», dijo irónicamente el ministro socialista Rubalcaba. Refiriéndose, quizás, a nuestro pecado capital: la envidia. Y yo no he querido salirme de la norma: he cubierto un tupido velo sobre los hechos o contradicciones que no me gustaban de Vargas Llosa. No me cuesta trabajo; es algo que ya tengo aprendido: con nadie —pero con nadie— voy a estar de acuerdo en todo, ni siquiera conmigo misma.

En los últimos tiempos, algunas voces se alzaron tildando a Vargas Llosa de machista. Es cierto que hizo algunas declaraciones sobre el feminismo que podrían justificar este apelativo; pero, una vez analizadas, me inclino a pensar que fueron malentendidos o, quizás, una disconformidad con determinadas posturas de ciertos feminismos. Porque este movimiento es amplio, variado, y en él coexisten diferentes planteamientos y opiniones, aunque se comparta lo esencial. Y ese «esencial» lo compartía también Vargas Llosa.

Lo explico: a mí me gustaba mucho leer su columna quincenal en El País, ‘Piedra de toque’, donde analizaba hechos de actualidad o te recomendaba un libro o un escritor. Recuerdo especialmente un artículo publicado el 6 de octubre de 2007, bajo el título ‘El velo no es el velo’, que, a pesar del tiempo transcurrido, no ha perdido ni un ápice de actualidad: el debate sigue abierto y vivo. Comentaba el escritor un hecho ocurrido en Gerona, donde un colegio público había prohibido a una niña de ocho años asistir a clase si no se despojaba del velo islámico, pues así lo establecían los estatutos del centro. El asunto había llegado a la Generalitat, la cual determinó la obligación del colegio de readmitir a la niña, con velo incluido, alegando que el derecho a la escolarización estaba por encima de dicho reglamento.

Vargas Llosa comenzaba el escrito mostrando una sincera comprensión y compasión por la situación de la menor, comparando muy acertadamente el trauma que supondría para ella salir sin el preceptivo velo, con lo que supondría para nosotras asistir al colegio con los pechos o el culo al aire. Lo entendí perfectamente y me situé del lado de la alumna marroquí. Pero el artículo no había acabado. Continuaba, a pesar de su inicio, desgranando variadas razones para no permitirlo. Enumeraba todos los importantes pasos que habíamos dado para conseguir la sociedad democrática que éramos en aquel momento y el peligro de retroceso que suponía aceptar determinadas costumbres de países que no habían andado aún nuestro camino.

Refiriéndose al tema de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, cito textualmente lo que escribió en aquella columna: «El velo islámico no es un simple velo que una niña de ocho años decide libremente ponerse en la cabeza porque le gusta o le es más cómodo tener los cabellos ocultos que expuestos. Es el símbolo de una religión donde la discriminación de la mujer es todavía, por desgracia, más fuerte que en ninguna otra —en todas ellas, aun las más avanzadas, se discrimina aún a las mujeres—, una tara de la humanidad de la que la cultura democrática ha conseguido librarnos en gran parte, aunque no del todo, gracias a un largo proceso de luchas políticas, ideológicas e institucionales que fueron cambiando la mentalidad, las costumbres y dictando leyes destinadas a frenarlas».

Sus convincentes argumentos, unidos a su tono educado, respetuoso, comprensivo y carente de cualquier sentimiento de superioridad, me convencieron de que no se debía permitir el velo islámico en las escuelas públicas, por el bien de todos y también de Shaima, la niña marroquí.

Vargas Llosa deja un legado literario de incalculable valor, que permanecerá por siempre, y unas formas y una educación al debatir ideas donde la razón, la verdad y la erudición ocupan un espacio que no deja lugar al insulto ni a la grosería. Le echaremos de menos. Descanse en paz.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents