Opinión | Tribuna

El milagro de las desaladoras

Asistimos en las últimas semanas a una gran campaña destinada a convencer a los ciudadanos de que la falta de agua que sufrimos en las islas tiene como solución revolucionaria la construcción de más desalinizadoras. Es tal el exceso de informaciones, actos, notas de prensa y declaraciones destinados a tal fin que estoy esperando a ver cuándo empiezan a repartir pegatinas y camisetas con un lema tipo Desalar. What else?

Lo que no nos cuentan todos los políticos, gestores y supuestos expertos movilizados para la campaña es que las desaladoras tienen un coste medioambiental que nuestros maltratados ecosistemas difícilmente pueden asumir. Tampoco nos cuentan que estamos viviendo una crisis energética (por agotamiento geológico de materias primas) que las renovables no podrán sustituir sin reducción del consumo; y a ver cómo nos lo montamos para mantener el nivel de exigencia de este sistema económico del crecimiento sin freno. Bueno, la respuesta es que no podremos.

El debate sobre la crisis energética debe plantearse y considerarse, desde luego, pero queda un poco grande para los fines de este artículo, así que vamos a los datos reales sobre las desaladoras que no nos están contando.

Para empezar, el proceso de desalinización genera salmuera, una mezcla de alta salinidad que, al ser vertida al mar, afecta negativamente a los ecosistemas marinos. De hecho, tenemos un buen ejemplo de ello en la desaladora que vierte sus desechos en el acantilado de s’Illa Plana desde hace treinta años; el Consell dispone de informes con imágenes aéreas que constatan el retroceso de la pradera de posidonia de la zona (no olvidemos que se trata de una especie protegida y hábitat prioritario de interés comunitario en la Directiva Hábitats de la Unión Europea).

No hay que olvidar tampoco que esta salmuera puede contener, asimismo, productos químicos como biocidas, antiincrustantes y metales pesados. Y es cierto que, en distintos lugares del mundo, se investiga la manera de recuperar los minerales —minería de salmuera se llama—, pero estamos hablando de posibilidades aún en desarrollo y, de momento, lo único que tenemos claro es que esta minería implica un nuevo y enorme gasto energético para reducir —y sólo reducir— las concentraciones tóxicas que acaban sobre los ecosistemas.

Por otra parte, no podemos eludir el hecho de que la construcción de una planta desaladora supone un impacto directo sobre el medio ambiente y el paisaje. ¿Alguien recuerda cómo era aquel tramo en ses Vidasses antes de que se construyera la desaladora de Sant Antoni? Además del edificio, se levantaron las rocas de la costa para instalar la cañería que vierte la salmuera al mar, unas rocas en las que existen colonias de un pequeño molusco endémico protegido que se llama Dendropoma lebeche. Por no hablar de las nacras, corales y otras especies sobre las que se están vertiendo los desechos.

Y de los graves daños medioambientales y el impacto paisajístico —al que podríamos añadir la pregunta de quién quiere una desaladora al lado de su casa– pasamos a unos elevados costes económicos que cuestionan su viabilidad como solución sostenible a largo plazo. Respecto al gasto que suponen —y con ello volvemos a la crisis energética, que se suma a la crisis climática—, debemos sumar tanto los costes de construcción como la energía que consume una planta desaladora, que se calcula en 4kWh/m3. En un momento en el que no podemos permitirnos infraestructuras que eleven nuestra producción de CO2.

También podríamos hablar del uso del agua desalada en la agricultura y los desafíos que aún presenta por los elementos que contiene, perjudiciales para muchos cultivos.

Aún hay otro punto más que hay que tener en cuenta, y es que una desaladora no se construye de la noche a la mañana; de hecho, la cuarta que están anunciando en Ibiza como si fuera un bote salvavidas no estará lista, como pronto, hasta dentro de cuatro años (que tal y como van las cosas de palacio podrían ser catorce o cincuenta). Mientras tanto, no os olvidéis de ahorrar agua en casa y no reguéis vuestros naranjos, no vaya a ser que lleguen los turistas y no puedan tener piscina, duchas en las playas y fiestas de agua en las ‘discoteques’. Y ese es el auténtico quid de la cuestión, el asunto del que nuestros políticos, gestores y ‘expertos de jornada snob supuestamente sostenible con cata de agua desalada’ no nos dicen nada, y es el aumento sin freno de la demanda; el aumento continuo del número de turistas y el incremento demográfico de unas islas que están explotando ya por las costuras como un muñeco vudú al que han pinchado demasiadas veces. Ese debe ser el debate del agua, el que todos están evitando mientras nos hablan de poner parches. La palabra es, efectivamente, esa que les da tanto miedo: DECRECIMIENTO. Decrecimiento, what else?

Y por cierto, respecto a la justificación del título que encabeza estas líneas, pero, ¿de verdad todavía creéis en milagros?n

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