Opinión | Tribuna

Bienvenidos al siglo XXI

Quizás el elemento más notable de la modernidad sea la abstracción. Es una característica que no pertenece sólo al mundo del arte, sino también a la realidad misma. El dinero se deshace en unidades intangibles, lejos de aquel patrón oro que parecía garantizar los límites de la seguridad en tiempos pasados. Incluso el papel de los bancos centrales se ve sustituido por las criptomonedas, que diseñan un futuro sin la mediación del poder político. Las grandes multinacionales de hoy se mueven en un espacio poco palpable para nosotros: real, pero a la vez desconocido.

El controvertido jurista alemán Carl Schmitt solía repetir que la esencia del hecho político reside en la distinción entre enemigo y adversario y que el soberano es quien decide en el estado de excepción sobre un territorio, es decir, sobre un espacio determinado. El problema hoy es que estos espacios –tierra, mar y aire– se han volatilizado y una realidad abstracta empieza a tomar forma, a controlar nuestras vidas. Lo explica el exministro y politólogo portugués Bruno Maçães en su reciente libro World Builders: Technology and the New Geopolitics. Asistimos a una transformación silenciosa y profunda que está modelando las fronteras del poder. Estas nuevas líneas de batalla ya no se enfrentan a campo abierto, sino por medio de los algoritmos y los códigos que configuran la realidad digital. Internet y las IA avanzadas, por ejemplo, se han convertido en auténticos soberanos. Multinacionales como Google, OpenAi o la red social X, además de crear las herramientas del futuro, establecen las condiciones fundamentales bajo las que se desenvuelven sociedades enteras.

Ante un espacio en el que opera el poder, la neutralidad se revela como una quimera. No hay duda de que cada modelo de inteligencia artificial deja ver los sesgos políticos, económicos y sociales de sus creadores. Esto no es baladí, aunque el libre mercado de ideas pueda hacernos pensar lo contrario. La política nunca se ha ceñido a los preceptos de la moral corriente; obedece a una lógica propia, autónoma, casi siempre implacable. De manera análoga, ese ciberespacio del que hacemos depender cada vez más el funcionamiento de nuestra realidad cotidiana introduce representaciones y visiones geopolíticas que influyen en la organización de fábricas, sistemas educativos y estructuras gubernamentales.

Un intelectual conservador que me ha interesado especialmente es el norteamericano Yuval Levin. Ahora, a veces pienso que es un hombre del siglo XX más que del XXI y me gustaría que no fuera así. Levin aboga por un retorno a los fundamentos morales de la sociedad y a la revitalización de las instituciones que median entre el individuo y el Estado. Sin embargo, en un mundo donde las plataformas digitales y los modelos de inteligencia artificial redefinen la forma y el modo en que interactúan los ciudadanos, cabe preguntarse cómo se puede sostener el modelo mediador de la democracia constitucional y qué hacer ante el vertiginoso asalto de unas tecnologías disruptivas que modifican totalmente nuestra forma de conversar, de relacionarnos, de comprar o vender propiedades, de pensar la guerra y la paz.

En este escenario, nos viene a decir Maçães, la soberanía ya no se ejercerá únicamente a través del control territorial o militar, sino más bien a través de la capacidad de diseñar las realidades digitales en las que nos movemos. Si esto es así, la cuestión que surge entonces resulta inquietante: ¿estamos preparados para enfrentar las implicaciones éticas, sociales y políticas de este nuevo tipo de poder?n

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