Opinión | A pie de isla
Mirete, un lector a prueba de golpes
Yendo un día en un autobús de línea de la isla, reparé en un adolescente que tenía cerca. Mientras que muchos de los viajeros se hallaban bajo el adictivo hechizo luminoso de sus móviles, tecleando sin cesar o abriendo cascadas de pantallas, él se entregaba en quietud de estatua a la lectura de un libro. Respiraba la mansedumbre de las letras, ese sosiego que comparten todos los lectores del mundo, independientemente de su edad, su condición social, creencia y raza. (Qué gesto tan pacífico adopta una persona al leer un libro entre las manos).
Tan abstraído lo veía yo que su cuerpo era lo único de su ser que parecía haber dejado allí sentado, como si le hubiese dicho: «Mira, quédate en el autobús que ahora vuelvo. Me voy un rato con el protagonista de esta historia del libro a ver cómo acaba la cosa».
A medida que el vehículo aceleraba, el paisaje de media isla corría por las ventanillas haciéndose jirones. A veces, los asientos vibraban con fuerza, acusando los vaivenes del trayecto. Pero daba igual, el chico permanecía indiferente, impasible y estático, sujeto al libro sin despegar los ojos de sus páginas. Su mente debía de estar lejos, en pleno viaje astral por lo menos. La mía, mientras, siempre veloz también a escapárseme por cualquier orificio de la imaginación o la nostalgia, no tardó mucho en unírsele. Pero hacia otro lugar y otro tiempo, pues la imagen del muchacho leyendo me hacía recordar a un antiguo compañero de segundo de bachillerato, allá a finales de los sesenta. Retroceder hasta ellos tirado de un recuerdo sí que era todo un viaje astral a los confines de la memoria.
Dicho compañero, cuyo rostro se perfilaba ahora reflejado en el cristal de la ventanilla, se apellidaba Mirete (a esa edad nos llamábamos todavía por el apellido) y leía a toda hora; un devorador de libros como jamás he visto. Gozaba de una especie de envidiable síndrome que le impedía dejar de leer; una suerte de encantamiento que ya le hubiera gustado al gremio de libreros hacerlo extensivo al resto de la población.
A su lado, Don Quijote era un mero analfabeto. Pero Mirete no se limitaba a libros de caballería. Su afán le hacía saltar de género narrativo. Pese a su corta edad, su desarrollo como lector era imparable, precoz. Si su cuerpo hubiese crecido al mismo ritmo, se habría convertido en todo un gigante. Pero se impacientaba por lo mucho que le aguardaba por leer. Debía de pensar que el reino de la literatura tocaba a su fin por tiranía de las ondas televisivas y había, por tanto, que apresurarse antes de que las librerías se convirtieran en teleclubs.
Leía incluso en plena clase, sin cortarse lo más mínimo. En tales circunstancias, hacía de la lectura una aventura. Parapetado por el pupitre −un armatoste con más madera de verdad que en toda IKEA−, se ponía disimuladamente un libro abierto sobre sus muslos, ¡y hale!, a volar con la imaginación, dulce pájaro de juventud que no necesita ni jaulas abiertas, ni más alpiste que las palabras impresas de una buena narración.
Así actuaba el bueno de Mirete, sin parar de leer jamás, mientras que el profesor de turno daba la tabarra correspondiente, sin más distracción para el resto que el vuelo de una mosca a la que intentábamos dar caza con todo tipo de munición. Pasaba mi compañero de los profesores. Quedaba claro que sus maestros eran otros: Julio Verne, Jack London, H. G. Wells, Poe, Tolstói, Pérez Galdós…
De tanto forzar la vista con las liliputienses letras de las ediciones de bolsillo de entonces, lucía él unas gafas de enorme montura negra enmarcando unos cristales gruesos que parecían lupas.
Un día, el titular de Ciencias Naturales −alias el Carbono−, un profesor violento que disfrutaba pegándonos (hoy se lo habrían llevado esposado), se ensañó a base de bien con el pobre Mirete. Fuera de sí, le golpeó la cara con ambas manos. Las gafas de su víctima salieron despedidas. Sin embargo, mi compañero permaneció en todo momento erguido y en silencio, impertérrito, sin borrar su sempiterna y enigmática media sonrisa, la misma que exhibía leyendo. Su estampa era la viva imagen de la más elevada de las dignidades, la de la superioridad del intelecto y la razón frente al terror de los brutos.
Aquella misma tarde, de vuelta ya a casa, coincidí con Mirete en el autobús. Aún tenía las orejas y las mejillas rojas de la somanta de hostias. Las gafas permanecían heroicamente en su cara, pese a faltarles una patilla y presentar un cristal roto. Su libro, medio deslomado, también había sido apaleado por semejante bestia. Incluso así cumplía todavía con su cometido, como si su autor, milagrosamente ileso, siguiera dando de leer a su dueño, que permanecía con su característica sonrisa.
Dios sabe lo lejos que estaría mi compañero aquella tarde del autobús, de la paliza recibida y del resto del mundo mientras leía con fruición su maltrecho libro. Su superioridad sobre el Carbono era evidente: suya era la victoria de aquel combate contra el monstruo.
Mirete se convirtió aquel día en el primer héroe de carne y hueso de cuantos yo había conocido hasta entonces.
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