Opinión | A pie de isla
Rigoberto Soler, pintor
En mi artículo del pasado 13 de diciembre hablé sobre Francisco Palau, el fraile catalán que vino a Ibiza en 1857. Aquí fundó un ermitorio en es Cubells, donde vivió como un anacoreta, todo un predecesor de los hippies que llegarían a la isla un siglo después. También estos ocuparían cuevas y refugios en rincones solitarios, aunque sus medios para alcanzar el éxtasis espiritual, o sea, el colocón, fueran un poco más caros.
Tendrían que pasar décadas para que otro peninsular viniera a Ibiza de retiro. Ahora no se trataba de un místico, sino de Rigoberto Soler (1896-1968), un pintor valenciano nacido en Alcoy. Arribó en 1924 a la isla en busca también de sosiego. Pero en este caso, su motivación no era religiosa; su meta era meramente vital y artística. Albergaba el propósito de dar rienda suelta a sus pinceles lejos del mundanal ruido. Pero, sobre todo, de su señor padre, que le imponía ser empleado de banca.
La huida a Ibiza fue su manera de limitar la figura paterna, la forma de ‘matar al padre’ (término freudiano) a fin de defender su libertad. Fue el primero que utilizó en parte la isla para tal propósito. Todo un pionero, pues ¿cuántas generaciones de jóvenes vendrían aquí años después huyendo también de sus padres, ‘matándolos’ del disgusto? Aunque muchos tuvieran que resucitarlos luego a la carrera, una vez se les acabó el dinero, teniendo que regresar a casa de papá. Fin de la rebeldía.
A Rigoberto, la isla le ofrecía un escenario radicalmente distinto, ideal para su pulsión creativa y su espíritu independiente. ¿Qué mejor que Ibiza? Su cercanía respecto a la costa peninsular, su bajísimo coste, la mentalidad pre-urbana y preindustrial de sus gentes y la conservación casi intacta tanto de su paisaje rural y arquitectónico como del propio medio natural, la hacían idónea para él.
Entre sus motivaciones hallamos también cierto hartazgo del mundo moderno de entonces, acomodado plenamente a los usos y costumbres de ciudad, desde los barrios más ricos hasta los últimos arrabales, envueltos de pobreza y humo de fábricas.
Ya desde mediados del siglo XIX, entre algunos europeos y norteamericanos, en especial los de vocación artística o literaria, cunde la necesidad de poner fin al encierro urbano huyendo a allí donde todavía los árboles no han sido suplantados por columnas. La teoría rousseauniana del buen salvaje era una de las raíces filosóficas de ese movimiento. ‘Walden o la vida en los bosques’, ensayo escrito en 1854 por Henry D. Thoreau, constituyó todo un manual de referencia.
Para los anglosajones y otras culturas del norte resultaba fácil huir a los bosques a hacer el indio. Pero no para los habitantes de la cuenca mediterránea de la España peninsular. Poca floresta salvaje quedaba en ella para construirse una cabaña y vivir en plan mapache solitario. En cambio, la costa era diferente, sobre todo si se trataba de islas. Y precisamente uno de los pocos lugares accesibles donde vivir todavía de alguna manera el idilio rousseauniano en la segunda década del siglo XX era Ibiza, un paraíso natural entonces. Rigoberto acertó de pleno.
Nuestro pintor también tuvo su cabaña, como la que Henry Thoreau construyó cerca del lago Walden. Pero la suya fue una caseta de madera que se trajo desmontada desde Valencia en barco. La levantó en la cala de s’Estanyol (cerca de Santa Eulària) y la pintó de azul. Esta suerte de barraca se conoció como Niu Blau (la cala pasaría a llamarse así), donde vivió un intenso amorío con su modelo, que lo acompañó desde Valencia.
Al ser una relación bendecida únicamente por Eros, los rústicos de la España de ‘botijo adentro’ de entonces, con el cura al frente, los hubieran poco menos que apedreado por vivir en perpetuo pecado. Pero en Ibiza ya imperaba cierta tolerancia y moderación. Así que, salvo algún chascarrillo que otro, nadie se metió con ellos. Al contrario, Rigoberto fue muy apreciado en Santa Eulària por su carácter afable. Asiduo en las tabernas del lugar, los parroquianos lo conocían más por sus chistes y sus canciones en valenciano que por su pintura, si bien sus cuadros se fueron abriendo camino por su excelente calidad.
Con su ejemplo, introdujo en Santa Eulària el amor libre, y acaso la paella valenciana (no paraba de hacerla). También la figura del artista integral, pues su amante era su propia modelo y su diminuta vivienda, su estudio −el Niu Blau−, un círculo completo. Así que, de una manera u otra, todo formaba parte del universo de su pintura. La isla le ofrecía en gentes y paisajes cuanto necesitaba para ir pintando y forjando su estilo, a medio camino entre el luminismo de aquellos años y el realismo costumbrista de finales del siglo XIX. Inmortalizó en sus magníficas marinas la virginidad que aún conservaba entonces la costa ibicenca.
Al poco de que su modelo lo abandonara y regresara a Valencia, acabó desplazándose a las afueras de Santa Eulària, en donde construyó una casa en la que viviría con la que luego fue su mujer hasta 1943, fecha en la que abandonó la isla para trabajar en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona como profesor.
Ibiza fue para Rigoberto todos aquellos años lo que la región de Arlés y Tahití fueron respectivamente para Van Gogh y Gauguin. n
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