Opinión | Tribuna

Miopía magna

He ido añadiendo dioptrías a unas lentes cada vez más gruesas

Vivo en un mar de niebla desde los seis años cuando mi maestra de matemáticas se dio cuenta de que llevaba meses inventándome las cifras que ella escribía en una pizarra que yo veía cada vez más borrosa. Cada mañana he tenido que esperarme a conformar el mundo, mientras tanteaba la mesilla en busca de los cristales que colocan todo en su sitio y despejan las sombras. Si me quitaba las gafas, los contornos desaparecían y los rostros eran un borrón indescifrable. Por eso evitaba ir a la piscina para no hacer el ridículo al saludar a quien no conocía (y a la inversa), y en la playa solo me bañaba si encontraba puntos de referencia. Aun así, me he perdido de mi familia, y he tenido que aprender a quedarme en la orilla sin moverme, hasta que un alma caritativa se acercaba a ayudarme.

Al mismo tiempo que sumaba años y lecturas, he ido añadiendo dioptrías a unas lentes cada vez más gruesas. Me ha tocado aprender a echarme gotas (soy maestra en ello), a quitarme y ponerme lentillas de todo tipo, a evitar conducir de noche y a no tener miedo a las sombras de la habitación al anochecer, justo cuando los miopes vemos menos. También me ha tocado vivir con cuatro ojos (el insulto de moda en mi infancia), y con el título oficial de cerebrito en una época en que la mayoría de los niños no usaban gafas.

Cada año me ha traído una patología nueva, ha disminuido mi agudeza visual y me ha sumergido más en la niebla. No puedo mirar la pantalla durante mucho tiempo, y leer por la noche se ha convertido casi en un imposible, lo que al principio parecía una tortura. A cambio, he descubierto la regla de los veinte minutos ante el ordenador, y lo buenas que son algunas series que antes no veía porque me sumergía en un libro.

Puedo leer y conducir de día, y esquivar con trucos las manchitas negras que se alborotan y no me dejan ver claramente lo que escribo. Toda la vida he estado pendiente de mis ojos que son mi herramienta de trabajo, mi forma de comunicarme con el mundo. La niebla es una amenaza y cada mañana intento disipar la bruma, hasta que las gafas o las gotas del suero autólogo me sacan de la ficción y me devuelven a una realidad no inventada. A lo mejor por eso escribo, porque he vivido desde los seis años en un mundo borroso en el que podía entrar y salir con la varita mágica de unos cristales de aumento. Quizá por eso soy escritora, porque para serlo, solo hace falta inventarse números que no aparecen, no cansarse de buscar un camino entre la niebla, y aceptar el regalo de poder mirar el mundo de forma diferente.

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