Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza

Algo parecido a un parque

Seguramente hoy en día a mi padre se le habría diagnosticado de muchas otras cosas, pero en aquel entonces —y siendo bastante adulto además—, se le diagnosticó sordera. Para entonces anda que no llevaba ya años mi madre gritándole que estaba cada vez más sordo y que tenía que ir al médico. Y mi padre, con premeditación y alevosía... cada vez más sordo. Sus primeras palabras con el sonotone puesto fueron: «¡Oño, hay que ver qué escandalera hace el agua cuando sale del grifo!». Y aunque podría parecer incentivo más que suficiente para llevarlo encendido a todas horas, pasada la novedad del grifo, recuperó el que era en realidad su síntoma más extendido: un absoluto desinterés por el resto del mundo. Y, cada vez más sordo, se desconectaba el sonotone en cuanto nos veía...

Desde ese caldo de cultivo, mi padre nos construyó algo parecido a un parque cuando éramos niños. Por no escucharnos dentro de casa, ¡por supuesto!, pero también porque se encerraba —con premeditación y alevosía— en ese mundo suyo de silencio, sobre todo cuando construía cosas con las manos. Así que el daño colateral de aquella profunda aversión social fue que mis hermanos y yo tuviéramos, para envidia de todos nuestros amigos, un balancín construido con un poste de la luz que trajo de algún sitio. ¡Peor! En aquellos tiempos de bicicletas heredadas y compartidas alcanzamos a tener trece bicicletas. ¡Trece! Una amalgama de restos recuperados de cualquier lugar: un cuadro oxidado en un torrente, una rueda sin radios entre los arbustos… Mi padre se encerraba en su taller, lejos, muy lejos de las voces de cualquiera, con su soldador y sus pinturas hasta que brotaba una bicicleta en colores escandalosos. Con su sillín tapizado en retales de cuero y recortes de manguera en los radios haciendo clic clic clic al girar las ruedas.

Les confieso que por aquel entonces habría dado lo que fuera por tener una sola bicicleta y nueva, lo mismito que daría por volver a aquel taller a mirarlas con los ojos de ahora.

Y como mi padre no tuvo jamás el más mínimo interés en conocerme —y no era nada personal, se lo aseguro—, no supo de la cantidad ingente de tesoros que rescaté de la basura. Ni de los muebles, juegos o disfraces en colores imposibles que hice a mis hijos. ¡Para estirar lo que pudiera el tiempo de tenerlos cerca! Y haciendo ruido, mucho ruido, que es a fin de cuentas la banda sonora de los niños.

Y el otro día, ahora en Atenas, encontré una sillita balancín abandonada en una acera. Lila y con un castillo de princesas. Sucia, le faltaba algún tornillo y tenía todas las partes flojas, pero nada que no tuviera arreglo. Y me la llevé, la desarmé y la encolé antes de ponerle tornillos nuevos y me pareció que sería una cosa estupenda para llevar a los campos de refugiados los días de las actividades con los niños. Efectivamente, ¡qué éxito! Y mientras se balanceaban por un rato empecé a mirar los cuatro árboles formando casi un cuadrado en aquel descampado donde el segundo día de trabajo encontráramos el cadáver de un hombre asesinado. Me pareció que guardaban la distancia perfecta para colgar unos columpios. Y la semana siguiente de actividades llevé un columpio fabricado con un neumático que recogí de la basura al que puse una base de gomas elásticas. Este era para los niños mayores. Para los pequeños construí algo parecido a un coche con una antigua caja de frutas a la que añadí ruedines, y un volante, y un claxon. Y hasta algo parecido a llaves de arranque. Y créanme que fue un éxito tal que, cuando andaba por los campos de refugiados de Quíos, una compañera me escribió para decirme que acababa de llegar al reparto de comida y, por primera vez, las familias no esperaban haciendo cola, sino jugando en los columpios.

Así que partí un palé por la mitad para darle el ancho exacto del tronco de un árbol y lo llené de algo parecido a juegos. Ruedas que giraban, un xilófono, laberintos, botes llenos de cosas que al moverse hacen ruidos… Y atamos esas dos piezas de palé a los troncos y desde entonces, créanme, que nunca se ha dado el caso de que lleguemos y no haya alguien jugando. Y ojo, que a veces son las propias madres a las que descubrimos columpiándose.

Así que cuando mis amigas me preguntaban cómo estoy, como una imagen vale más que mil palabras, en lugar de «feliz» les contestaba con una foto de algo parecido a un parque. Y ellas, en vez de un «pues bien» o «pues mal», ¡me enviaron dinero! «Para el parque», dijeron. Así que añadí más palés que alojan puzles, manivelas, timbres, cachivaches… y algo parecido a una cocina. La estrenaron esta semana cocinando piedritas y palos y uno de los niños se acercó y me ofreció una sartén con una piedra. Ese fue, a saber por qué, el momento exacto en que recordé que mi padre, al que seguramente hoy en día se le habría diagnosticado de muchas otras cosas, pero por aquel entonces fue sordera... nos construyó algo parecido a un parque. No tan distinto a este.

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