Opinión | Tribuna

Fiestas felices y laicas

No es fácil escribir una columna sin ofender o señalar a alguien, y no digo voluntariamente, sino porque a día de hoy hay demasiada gente deseando molestarse por algo, incluso hacen de ello su medio de vida. Y la Navidad no iba a ser menos, claro. Que hay quien se empeña, por ejemplo, en que les felicites las fiestas, como si estos días fueran de verbenas de pueblo o desfiles de carnaval. Pero es que si mencionas algo de la Natividad de Jesús, se revuelven y te hablan del derecho a tener días de descanso sin ser creyentes, o de algo del solsticio de invierno, o de la solidaridad que practicaban los ancestros celtas o no sé qué parecido.

Hay quien no quiere saber nada de la Navidad porque ese tiempo le recuerda especialmente la ausencia de personas queridas, y esos huecos son imposibles de disimular. También hay quien lo pasa mal por porque no soporta tener que sonreír sin motivo, desear lo mejor a todo el mundo y compartir mesa con los compañeros de trabajo (a los que el resto del año acogotarían un día sí y otro también) o —peor aún— con los cuñados, olvidando que ellos también son los cuñados de alguien. Tengo una amiga que, si pudiera, se echaría a dormir a principios de diciembre y no se despertaría hasta el diez de enero. Todo lo que sean villancicos, turrones, portales de Belén y luces y estrellas le provoca un cabreo que le dura semanas enteras y dificulta que haga vida normal hasta que todo pasa.

Y están los que opinan que lo de los Reyes Magos es una engañifa para los niños, a los que hacemos creer en seres que traen regalos o castigan según su comportamiento y, claro, eso puede traumatizarles de por vida, porque tendrían que asumir que los actos malos tienen consecuencias y que hay que esforzarse para conseguir un premio…

Si les soy sincera, mucho menos creíble me parece que ese señor de cuerpo no normativo (¿todavía se permite decir «gordinflas»?) con esquijama rojo sea capaz de entrar por una chimenea y que tenga renos que vuelan y carguen con su oronda humanidad sin desfallecer. Pero serán cosas mías.

Es curioso que nos entreguemos con tanto fervor a celebraciones como Halloween, Acción de Gracias o el comienzo (o el final, ya no sé) del Ramadán y, sin embargo, la celebración pura del nacimiento de Dios provoque esa urticaria a algunas personas. Es verdad que el consumismo y el gastar en lo innecesario han desteñido la esencia de estas fechas, pero es lo que tiene el capitalismo (el menos malo de los sistemas), que se cuela por todas las rendijas para sobrevivir.

Creo que todo lo que sea festejar el amor, la vida y comer y beber con gente que te quiere, merece la pena. Y si hay que aguantar un poquito a algún familiar que lo sabe todo, pues paciencia, que ya mismo son Carnavales y ahí sí que pueden llamarle payaso sin que sea ofensivo o, al menos, que le quede la duda.

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