Cuentan las crónicas de Damasco que, tras la irrupción en el palacio presidencial de Bashar al Asad, huido a Moscú a la desesperada, los rebeldes encontraron el suelo de su despacho repleto de papeles y libros desperdigados, entre ellos un ensayo sobre la historia militar de Rusia (el diablo suele anidar en los detalles). También hallaron una biografía de su mismidad y, sobre el escritorio, varios blísteres de benzodiacepinas, pastillas contra el insomnio y la ansiedad, de las que hará falta un buen arsenal a escala planetaria. Resulta contagiosa la alegría que transmiten las imágenes que llegan desde Siria tras el final (de momento) de 13 años de guerra civil: el derrocamiento de las estatuas, la liberación de los presos, el desplome en suma de una cleptocracia corrupta y despiadada que ha destrozado la vida de sus ciudadanos. Ya se vivieron estallidos similares de entusiasmo en 2001, cuando los afganos se liberaron de los talibanes, en 2003 tras la caída en Irak de Sadam Husein, otro baazista, y en 2011 con el ocaso de Gadafi en Libia. Por ello y por el intrincado (des)equilibrio de intereses en Oriente Próximo convendría accionar el freno de mano.
Abu Muhamad Al Jolani, el jefe de los islamistas sunís que han derrocado al régimen sirio, ha prometido pilotar una transición pacífica y respetar los derechos de las minorías (drusos, cristianos maronitas, kurdos, chiís y, entre estos, los alauís, siempre leales a la dinastía de los Al Asad y, por tanto, caídos ahora en desgracia). Al Jolani, líder de la Organización para la Liberación del Levante (Hayat Tahrir al Sham, HTS), intenta proyectar un perfil más moderado, arrinconando al parecer el yihadismo que abrazó durante años (tuvo vínculos con Al Qaeda, y la CIA puso precio a su cabeza: 10 millones de dólares). ¿Es un radical pragmático? Esta es una de las grandes incógnitas sobre el tablero de ajedrez, que se mueve ahora con una rapidez pasmosa, como en el mate del loco.
El vuelco en Siria se ha producido por la extrema endeblez de sus valedores: Irán, acorralado en su pulso con Israel, y Rusia, estancada en la guerra de Ucrania; no está claro siquiera que el Kremlin pueda seguir con un pie en la base naval de Tartus, en el Mediterráneo, que mantenía desde la época soviética, y la aérea de Jmeimim, vital para sus intereses geoestratégicos y mineros en África. Son los grandes perdedores.
El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha sabido captar esa debilidad y ha allanado el camino para el avance de las milicias islamistas; no querrá, a cambio, oír nada de los kurdos ni de la expansión de sus intereses. Mientras, Israel ha aprovechado el vacío de poder para afianzar posiciones en los Altos del Golán y meter tropas en Siria, lo que no ocurría desde la guerra del Yom Kippur (1973); para defenderse de lo que pueda venir, dicen.
Oriente Próximo es un castillo de naipes que vuelven a barajarse. La bola de cristal muestra neblina, una bruma muy densa que, de momento, solo deja entrever el fin de los palestinos y la fortificación del Gran Israel.